Claudine casada.


"Más tarde le agradecí, se lo agradecí muchísimo, una abnegación tan activa, una paciencia tan estoicamente prolongada. Le resarcí, mansa y curiosa, ávida de ver cómo se entornaban sus ojos, al igual que él, crispado, miraba cerrarse los míos. Por otra parte, conservé mucho tiempo y, a decir verdad, todavía lo conservo un poco, el temor del... ¿cómo decirlo?, creo que se llama "el deber conyugal". Este vigoroso Renaud me recuerda, por similitud, las manías de la alta Anaïs, que siempre quería enfundarse las manos enormes en guantes demasiado estrechos. Esto aparte, todo está bien; incluso un poco demasiado bien. Es dulce ignorar al principio, y aprender a continuación, tantas razones para reír nerviosamente, y también para gritar y exhalar pequeños gemidos sofocados, arqueando los dedos de los pies. (...)

Es hermoso, hermoso, ¡os lo juro! Su piel morena y lisa se desliza sobre la mía. Sus fuertes brazos se unen a los hombros a través de una turgencia femenina, en la que yo, mañana y noche, apoyo la cabeza largo rato. Y sus cabellos de color somorujo, sus estrechas rodillas y el amado pecho que respira lentamente, señalado por dos franos de bistre, ¡todo ese cuerpo suyo en el que he hecho tantos descubrimientos apasionantes! Con frecuencia le digo sincera: "¡Qué hermoso le encuentro!" Él me abraza: "¡Claudine, Claudine, soy viejo!" Y sus ojos se cubren de un pesar tan agudo, que yo le miro sin comprender.

-¡Ah, Claudine, si te hubiera conocido hace diez años!

-¡Habría usted conocido al mismo tiempo el Tribunal de Menores! Además, entonces usted sólo sería un jovencito procaz y perverso, de los que hacen llorar a las mujeres, y yo...

-Tú, tú no habrías conocido a Luce.

-¿Cree usted que la echo de menos?
-En este momento, no... No cierres los ojos, te lo suplico, te lo prohíbo... Tus movimientos me pertecenen...

-¡Y toda yo!"


Colette, Claudine en ménage.

Sólo sólo sólo sólo sólo un poco más.



Sí, ya sé que la mano está al revés. Podéis pensar que tiene un significado oculto y metafórico~
ale, os dejo reflexionando sobre eso :)

Historias a la luz de una bombilla.



Érase una vez un país, o un continente, o un mundo, nadie lo sabe con exactitud, en el que reinaba siempre la noche, ya que la luna cubría de forma perenne al sol. Pocos sabían ya lo que significaban las palabras “amanecer” o “atardecer”, y las historias que aún se recordaban bañadas por la luz del mediodía eran contadas por ancianos a sus nietos, al tiempo que se arropaban al resplandor de una bombilla mortecina. Sin embargo, uno de los pocos que aún eran capaces de recordar la circunferencia del astro reflejada en el agua de los charcos era un viejo mago llamado Edvard. Edvard sobrevivía desesperado, pues sus artes mágicas no eran capaces de separar a la luna del sol, y él añoraba desgarradoramente el día. Así que una buena noche, cuando ya no soportaba más vivir a oscuras, decidió crearse un espacio donde siempre brillase el sol. Eligió una habitación de su casa y la cubrió de verdes praderas, con amapolas escondidas entre la hierba, y manzanos con insectos que zumbasen alrededor de las manzanas, creó toda suerte de animales grandes y pequeños, que pronto se dispusieron a piar, rugir, brincar y darse caza. Creó el olor de la tierra después de la tormenta y también un río lleno de guijarros planos y pan de rana. Creó nubes que se deslizaban por el techo como enormes merengues. Y por último, juntó sus manos y creó un sol, deslumbrante y blanco, que dio luz y calor a todas las plantas y animales, y que hizo que las nubes brillasen con luz propia. El viejo mago cerró la puerta tras de sí y se internó en la habitación que acababa de crear. Se sentó junto a un manzano y observó el sol, que pendía de una esquina como un globo abandonado por un niño.

Y lloró.




^

Le tren.

Hungry eyes.


-Sí, mucho mejor, gracias -contestó con una sonrisa mientras cogía un trozo de pan calcinado.

-Nos diste un buen susto. Me alegro de que ya te encuentres bien.

-Ahora ya te podrás ir a casa -aventuró la mujer mientras lavaba platos que tenían casi tantas grietas como las paredes.

-No seas desagradable, Elise, por favor.

-En realidad no puedo volver a casa -repuso Alba entre sorbo y sorbo de café.

-¿No te echarán de menos tus padres?

-No sé. Mi padre se intentó casar conmigo, pero creo que a quien quiere de verdad es a su botella de whisky.

-¿Entonces has huído de tu casa?

-Más o menos -concedió Alba sin mucha convicción. Al fin y al cabo, ¿qué les importaban a ellos sus verdaderos motivos? Cuando se acabase todo probablemente no se enterarían. No sabía cómo podían reaccionar si les dijese que en realidad todo daba igual porque en menos de medio año ya no podría volver a desayunar. Nunca más. Que un desmayo de vez en cuando era un precio muy bajo por poder vivir un día más. Ni siquiera sabía con seguridad cómo había reaccionado ella. De repente se sintió muy desdichada con aquella taza de café entre las manos, como si hiciese la perspectiva aún más amarga.

-¡Es estupendo! -exclamó el hombre en un arrebato, levantándose de golpe de la mesa y extendiendo los brazos. Sus ojos relucían extasiados como si acabase de descubrir el caldero de monedas de oro al final del arcoíris.

-¿El qué es estupendo? -preguntó Alba pegando un bote.

-Eres un diamante en bruto, la típica chica misteriosa de historia trágica que huye de su casa porque es tan bella que su padre se quiere casar con ella. ¡Parece de libro!

Unos metros más allá Elise resopló con desdén.

-Si nos dejas, podemos hacer de ti la estrella del espectáculo, ¿qué me dices? -apremió el hombre con una gran sonrisa inclinándose sobre Alba, que aún sostenía su taza de café contra el pecho. Sentir los ojos del hombre clavados en ella expectantes y su aliento en la cara era agobiante.

-¿Qué espectáculo?

-Vamos, Pierre, déjala en paz -intervino Elise pegándole con un trapo en la espalda-. Sólo es una cría tonta que se ha escapado de casa, no sé qué interés le ves. Ya tienes tu boceto, déjala marchar. Ni siquiera sabes de dónde ha salido. ¿Y si viene del Moulin Rouge?

-¿El Moulin Rouge?-preguntó Alba, cada vez más confusa.

-Sí, el Moulin Rouge, el Moulin Rouge -se encaró Elise con los brazos en jarras-. No me digas que nunca has oído hablar de él. Tienes un acento rarísimo y últimamente están entrando muchas chicas extranjeras, a mí no me engañas.

-Pero, ¿qué dices, Elise? No puede venir del Moulin Rouge, es la inocencia personificada. Mírale a los ojos -insistió el hombre.

-Ya lo hago. Y dan miedo –sentenció Elise, dándose la vuelta para espantar otro pájaro que revoloteaba atrapado en la chimenea.

El subrayador amarillo


Es ese sentimiento anudado

a mi cuello como un pañuelo
es esa sensación miope,
luz eléctrica, un placebo
como el que descubrió el paradigma del caos
removiendo una taza de té negro

y esperó


esperó, hasta que la taza se desbordase
lo inundase todo
pelo, libros, tinta, suelo
y bucear para siempre en agua templadita
con olor a libro viejo
mientras el subrayador amarillo se va flotando
lejos, hacia el cielo.

McAlester, Oklahoma.



"Nunca he visto a uno de esos tipos resistirse. Avanzan despacio por los pasillos y te hablan de cosas raras, del tiempo, del partido de fútbol, o te dicen: "
Layne, la vida va a ser mejor allí arriba." O bien se alteran y te dicen "¡Eh, Layne! Sabes que va a haber una llamada del gobernador y que no voy a morir esta noche." Ante la puerta de la sala, a veces sufren temblores, a otros les cuesta respirar e incluso algunos se desploman y hay que cogerles suavemente por debajo de los brazos para llevarles hasta la mesa. Para mí, lo más duro era volver a casa: te despides de tus compañeros, andas por el aparcamiento, es de noche, todo está tranquilo. Te subes a tu coche, arrancas y conduces en silencio. Piensas en lo que acaba de pasar y te parece irreal. Te dices: "he hablado con un hombre hace media hora y ahora está muerto." Llega un punto en el que tienes que dejarlo. Yo esperé 52 ejecuciones. Nunca le he hablado de ello a nadie."

Layne Davison, McAlester, Oklahoma.

Jueves azul



Jueves azul, y los copos de nieve

bailando un vals en la puerta prohibida

lentamente se congela la herida

aliento de carmín, sonrisa leve.


Vístete de ti, deja que te lleve

jueves azul, ciudad descolorida

lágrimas vagas, conciencia fundida

respira hondo, deja que te eleve.


Tu ángel de la guarda no aparece

jueves azul, devora uñas mordidas

hiélate en una esquina, ya anochece.


La flor marchita en tu boca florece

corre, huye de la luz enloquecida

que no te pille esa luz que ensombrece.

15:26


Una mañana me desperté y maté a un elefante en pijama.

Me pregunto cómo pudo ponerse mi pijama.

Estoy de exámenes y no me apetece pensar en nada.



Así que os voy a spamear un poquito de Alba :)
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Elise guió a Alba por unas escaleras de madera carcomida que parecían las de un palomar hasta un pasillo estrecho y sucio, al que daban todas las puertas de la casa por un lado, y en el otro se alineaban ventanas de marcos de madera que en sus buenos tiempos parecían haber sido verdes. Todos los alféizares estaban repletos de palomas y gorriones que luchaban entre ellos por unas migas de pan. Elise fue de ventana en ventana ahuyentándolos mientras refunfuñaba en voz baja.

-Ya ha vuelto a llenar Anthon los alféizares de migas, el muy… claro, luego la que los tiene que limpiar soy yo, pero eso a todo el mundo le da igual, como algún día me cruce de brazos y tire la escoba a ver quién es el listo que sobrevive en este agujero de animalejos. ¡Fuera, fuera!
Alba esquivó una fila de miguitas que avanzaba pegada a la pared, en una esquina del suelo, bajo los alféizares. Los pájaros a los que Elise ahuyentaba volvían a colarse de nuevo por las ventanas que ya habían dejado atrás y comenzaban a picotear del suelo, como burlándose de ella. Finalmente Elise abrió una puerta de madera algo astillada y les envolvió el aroma a café recién hecho y pan tostado.
-Elise, este café es infecto-exclamó una voz masculina que provenía del fondo de la habitación. La luz del sol cubría como un manto dorado y brillante la habitación entera, que resultó ser una cocina antigua al mismo estilo de locura que reinaba en el resto de la casa. Los utensilios y los platos sucios se amontonaban en algo parecido a un fregadero, los muebles tenían pegotes de pintura y la chimenea estaba apagada en una esquina, olvidada. Pegada a una pared había una mesa tosca y enorme de madera oscura y varios taburetes, flanqueada por un par de ventanas repletas de pájaros.
-Oh, querida niña, ya te has despertado -exclamó de nuevo la misma voz, con un tono completamente distinto al anterior. Se trataba del mismo hombre que la había recogido en la calle, sus ojos azules eran inconfundibles y esta vez brillaban con la promesa de un desayuno-. Acércate, acércate, tendrás hambre. Elise, sírvele una taza de café y un par de tostadas. Lo siento, no puedo ofrecerte nada para untar, pero dicen que el pan solo es más sano.
-También dicen que es sano dormir en el suelo -añadió Elise sin mirarle, mientras servía otra taza de café negrísimo y humeante.
El hombre pareció ignorar ese comentario mientras observaba a Alba sentarse a su lado en la mesa. Elise se acercó enseguida con el desayuno, al tiempo que espantaba a una paloma que se había posado en lo alto de una torre de tazas sucias.
-¿Y bien? ¿Te encuentras mejor? -le preguntó el hombre, después de dejar un espacio de tiempo para que Alba comenzase a beberse su café. Estaba demasiado fuerte y sabía raro, pero no se atrevía a pedir más azúcar. Podía escuchar a la gente de la calle pasar al otro lado de la pared y se sintió aún más extraña tomando café con unos extraños.

on continue


Alba se alejó de la ventana y se dirigió hacia los cuadros que cubrían las paredes. Se dio cuenta de que no creaban una línea horizontal a lo largo de la pared, sino que los habían colgado de forma descuidada, dispersos, formando zigzags y apelotonados, como si hubiesen clavado las escarpias con los ojos vendados. Algunas pinturas representaban escenas cotidianas: una mujer comprando pan y verduras en un puesto al aire libre, un par de abuelos tomándose un vaso de vino en un bar, una joven recogiendo flores en un prado, pero también había retratos ridículos, pesadillas en blanco y negro que provocaban escalofríos, fantasías de personas mitad hombre mitad animal y de seres legendarios en bacanales, hadas, dioses, sátiros. Cuadros que tan pronto sacaban una sonrisa como la hacían enrojecerse de pies a cabeza. Estaba intentando descubrir qué era exactamente lo que estaban haciendo una ondina y un orco cuando la puerta de la habitación se abrió de golpe y apareció la mujer que olía a anís y manzanilla. Elise se quedó paralizada en la puerta con los brazos colgando a ambos lados del cuerpo como dos enormes butifarras. Era una mujercilla pequeña y robusta, de pelo rubio y erizado que intentaba recoger en un moño. No era bonita ni daba señales de haberlo sido en su juventud. Sus pequeños ojillos oscuros se escondían entre dos prominentes mejillas y tenía unos enormes pechos a juego con su trasero. Sin embargo, en esa carcasa de mujer de clase baja se ocultaba un nosequé que la alejaba de la vulgaridad, un brillo propio de inteligencia que chocaba con su aspecto físico pero que Alba descubrió que estaba allí con una simple mirada rápida.

-Ah, ya te has despertado -dijo la mujer con voz grave y segura. No tartamudeaba ni sonreía tontamente, simplemente se limitaba a desviar la vista de Alba al cuadro y del cuadro a Alba-. ¿Te parece interesante?

-En realidad intentaba adivinar qué estaban haciendo -admitió Alba inocentemente.

La mujer le dirigió una mirada suspicaz, como si no la creyese en absoluto, y luego reviso rápidamente la habitación, comprobando que todo estuviese en su lugar.

-¿Tienes hambre? -preguntó finalmente. Alba asintió. -Sígueme. Y cierra la puerta cuando salgas.

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