A ti.



A lo mejor las historias son sólo historias.
O quizá
podemos hacer de nuestra vida una historia.

6. Khol

En cuanto la luna comenzó a trepar por la torre Eiffel, la casa se convirtió en un nido de avispas donde cada uno corría ajetreado por el pasillo, presa de sus problemas individuales.

-¿Y mi pañuelo, dónde está mi pañuelo? –gritaba Odette enloquecida, abriendo y cerrando todas las puertas con el pelo encrespado y la cara reluciente de sudor. Olivia le dedicó una sonrisa a Alba mientras se escabullía escaleras arriba, aferrando contra su pecho un jirón de tela azul.

Elise revoloteaba preparando la cena al tiempo que se arreglaba con la superficie metálica de una bandeja como espejo, y Pierre recogía a toda prisa sus pinturas y recitaba entre dientes una y otra vez las mismas frases sin sentido, como una letanía. El único que conservaba la calma era Anthon, que por fin había salido de su habitación y afinaba tranquilamente otro violín en una silla lejana, sin mirar a nadie y decidido a que nadie lo mirase. Sin embargo, Alba no pudo evitar fijarse en el encantador de pájaros, lo consideraba ya como un personaje de novela, un Heathcliff o un señor Darcy que la miraban por el rabillo del ojo con fingido desinterés. Tenía toda la apariencia salvaje del primero en su traje oscuro y gastado, pero con la elegancia arrogante del segundo. Eran tantas las ganas de Alba de encasillarle en uno de los héroes de sus libros que no sabía si abrir un abanico más grande de personajes, tal vez incluyendo a un personaje atormentado de un drama de Shakespeare, o a uno inquietante y sobrenatural de Lewis Carroll.

-Necesito otro violín –fueron las únicas palabras que le escuchó pronunciar, con voz clara y precisa, pese a que no miró a nadie a la cara mientras hablaba.

-No haber roto el anterior –respondió Elise con sequedad-. Sabes perfectamente que ahora no tenemos dinero para comprarte uno nuevo. Te aguantas con ese.

-Lo siento –musitó Alba otra vez.

-Oh, es igual, no es culpa tuya –respondió la mujer mientras revolvía en la olla, pese a que su cara daba a entender otra cosa-. Es él el que tiene que aprender a controlarse.

Alba miró de nuevo al chico, que no levantaba la vista del instrumento. Decidió que no podía aportar mucho más a esa conversación y salió de la cocina, tarareando entre dientes una canción de Henry Purcell al tiempo que se movía a su compás por el pasillo.

-¡Alba! –Olivia la llamaba desde la habitación de arriba. Subió las escaleras y al abrir la puerta se la encontró cambiándose de vestido. Era la primera vez que veía a otra mujer que no fuese ella misma en ropa interior, y la visión de la cabellera negra resbalando como una cortina parda por la espalda de la chica y de sus curvas a duras penas tapadas por las enaguas medio rotas hizo que una sensación desconocida la golpease, como si toda la sangre de sus venas se precipitase en una cascada invertida de los pies a la cabeza.

-Perdón, lo siento –exclamó, no sabía si por la intromisión o por ponerse tan roja. Olivia se volvió hacia ella, los ojos azules relampagueando como luciérnagas, y Alba se dio cuenta de que nunca se había fijado en lo guapa que era realmente.

-¿Qué haces? No te quedes ahí pasmada, entra y cierra la puerta.

Alba hizo lo que le dijo como una autómata y se acercó a la chica, que forcejeaba con el cierre del vestido.

-¿Me ayudas?

Alba le retiró el pelo y fue abrochando los botones uno por uno a lo largo de la espalda, mientras Olivia contenía la respiración. Le explicó que el vestido era tan ceñido que, una vez abrochado, tenía que encoger la tripa durante toda la noche para que no se saltasen los botones. Mientras Olivia se recogía el pelo a ciegas con el pañuelo robado, Alba se asomó la ventana y vio al farolero ir encendiendo las farolas de la calle una por una con llamas pequeñitas y anaranjadas, que temblaban y se retorcían entre los cristales como pajarillos enjaulados. Se quedó contemplando ese espectáculo embobada hasta que Olivia la sacó otra vez de sus ensoñaciones.

-Dime, ¿te han dicho ya lo que vas a hacer esta noche?

-No. Me parece que no sé hacer nada útil –contestó Alba con desgana, siguiendo el movimiento de la llama, que iluminaba a duras penas las paredes de los edificios cercanos a ella. De vez en cuando pasaban grupos de personas debajo de la ventana, riéndose a carcajadas, o parejas de jóvenes cuchicheando sobre promesas cálidas y secretas.

-Algo sabrás hacer. ¿Tocas algún instrumento?

Alba caviló un momento la respuesta. Sí, el ministro se había empeñado en que tomase clases de piano, pero ella se había intentado escabullir de todas sus lecciones, harta de que la maestra le diese golpecitos en los dedos con una vara de madera cuando se equivocaba. Dado que se había aprendido todo su repertorio de oído, sin memorizar una sola nota, decidió que lo más prudente era decir que no.

-¿Bailar, cantar? –insistió Olivia.

-Puedo intentarlo –aventuró.

-Bueno, algo es algo. Y dime –Alba sintió el aliento de la chica color cielo en el cuello y se estremeció- ¿sabes por casualidad algo de teatro?

De repente a Alba se le iluminó la cara y se volvió rápidamente hacia Olivia, que miraba sorprendida su reacción.

-¡Sí, de eso sí que sé!

La mariposa.


Un día, cuando se estaba peinando los rizos delante del espejo, descubrió entre las púas del peine algo que le aterrorizó durante un instante. Con la mano temblorosa, cogió delicadamente entre el índice y el pulgar la prueba terrible y la llevó por todo el pasillo delante de sus ojos, llamando a su abuela a gritos.

-¡Abuela, abuela! ¿Dónde te escondes?

La abuela no se escondía. En realidad reposaba, como todas las tardes a lo largo de lo que eran ya diez años, en su sillón de mimbre frente a la ventana del oeste, dejando que el sol del atardecer acariciase su pelo cano y los ojos de pupilas vidriosas. La abuela aspiraba los últimos rayos de sol dirigiendo una sonrisa placentera de cansancio hacia el cielo, como si despidiese a un viejo amigo, como un rosal marchito.

-Aquí estoy, mi niña –respondió volviéndose hacia ella con la misma sonrisa de cada tarde desde hacía diez años y ese antiguo acento del sur que nadie sabía de dónde había salido.

-Abuela, se me cae la piel, ¡mira! –gritó ella con los ojos húmedos, segurísima de que eso era un signo de muerte inminente. Le tendió el objeto de sus temores como si se tratase de un bicho asqueroso. La abuela cogió entre sus manos morenas y milenarias aquél fragmentito de piel con extrema delicadeza y lo observó a contraluz entornando los párpados. No necesitaba gafas, porque sus ojos sabios podían ver mucho más allá de lo que cualquier cristal le podía mostrar.

-¡Pero mi niña, esto es una alegría! –exclamó la abuela volviéndose de nuevo con la cara hecha un mapa confuso de valles y montañas por la alegría. Ella volvió a mirar su trocito de piel grisácea con recelo. Le costaba creer que esa cosita tan pequeña y desagradable hubiese formado parte de su cuerpo, y aún le costaba más pensar que era motivo de ninguna alegría que se hubiese desprendido de él.

-¿Ah sí? –respondió alzando con incredulidad la mitad del labio superior en una mueca.

-¡Pues claro, chiquilla, esto significa que ya te estás haciendo mayor! Mira, ven, acércate –le dijo la abuela con un deje de cariño en la voz que aun así no conseguía aliviar el efecto exhortativo de la frase. Ella se acercó temerosa. Así, de espaldas al sol y rodeada por una aureola de cabellos dorados, con los ojos plateados y las arrugas iluminadas, su abuela parecía una diosa prehistórica- ¿Te han enseñado en el colegio que las mariposas se meten cuando son gusanos pequeñitos en un capullín así, de seda, finito, finito, y que salen hechas un pincel, con todos esos colores en las alas?

Ella asintió, confusa. La abuela le cogió la mano y depositó sobre su palma el trozo de piel.

-Pues este es un trocito de tu capullo, hija mía. ¿Ves qué delicado? No te aflijas, anda, y sigue peinándote que significa que te vas a convertir en una mariposa preciosísima. El cuerpo es sabio, tesoro.

Le cogió la cara entre las manos recias y así, con la cara oliéndole a jabón de pastilla y los ojos plateados de su abuela sonriéndole tan cerca, no le cupo ninguna duda de que lo que acababa de ocurrirle no era nada malo sino envidiable. Significaba que se estaba haciendo mayor al fin, y así… a contraluz… era verdad, sí que parecía de seda. Si conseguía que le saltasen más trocitos de ella igual aparecía una nueva debajo, más mayor y más guapa, como una mariposa. Las mariposas eran muy bonitas.

-¡Qué ganas tengo de que se me desprenda del todo! –anunció con una sonrisa, mientras se rascaba de nuevo la cabeza, tirando de las pielecillas que encontraba con las uñas para ver si se operaba algún cambio en ella. La sombra de su abuela recortada contra el sol del atardecer le sonreía con regocijo.

Justo entonces escuchó el tintineo de las llaves al otro lado de la puerta y su madre entró, arrastrando los tacones por las baldosas con el cansancio acumulado de diez horas de trabajo. Ella salió a recibirla corriendo y gritando para enseñarle su descubrimiento.

-¡Mamá! ¡Mamáaaaaa! ¡Mira, me estoy haciendo mayor, ya se me está rompiendo el capullo! Mira, ten, toma, mira, pero míralo bien, ¿a que es de seda? ¿A que ya me ves más guapa?

La madre se guardó las llaves en el bolsillo y le hizo torcer la cabeza con brusquedad, rebuscando entre su pelo y por detrás de las orejas con sus dedos fríos de médico, los dedos de curar, de ayudar a dar a luz y de firmar en las recetas. Los dedos que siempre parecían dos témpanos de hielo, mecánicos, robóticos. Una vez finalizada la inspección, la madre suspiró y le soltó la cabeza. Dejó las bolsas de la compra sobre una mesa y colgó el abrigo en la percha.

-Tienes dermatitis. Probablemente por estrés. Mañana te pido hora con el psicólogo. Y, por lo que más quieras, deja de rascarte, tienes el cuero cabelludo en carne viva. ¿Dónde está tu abuela? Tiene que tomarse su medicina.

Ella señaló con el dedo la habitación donde su abuela descansaba rendida al sol, y luego, cabizbaja, dejó caer el trocito de piel al suelo y se fue a seguir cepillándose el pelo.

Ahora es nada.

Alba tenía una carta bajo la manga. Algo que nunca había comentado a nadie era que antes de partir se había guardado una bolsita con sus joyas más valiosas dentro del botín. Vendiéndolas se podía costear una tranquilidad a largo plazo cuando se cansase de la aventura. Le quedaba el consuelo de que podía alejarse de aquel palomar y volver a Venecia cuando quisiese si era lo que deseaba. Se descalzó y sacudió sus zapatos para comprobar que la bolsita seguía ahí. No cayó nada. Palpó el interior y no la encontró. Dedujo que se la habrían quitado al desmayarse. Probablemente Pierre. Se le habían adelantado.

Suspiró y volvió a mirarse en el espejo, abrazada a sus rodillas. De modo que no le quedaba nada. Reclamar sería inútil, Pierre lo negaría todo. Finalmente no le quedaba más remedio que ponerse aquel vestido granate y actuar en el espectáculo.

Encontrado deambulando en ese pequeño cuaderno verde.

La señorita Quelquefois se mira las manos ajadas con un brillo de terror en la mirada. Luego se pone el libro de texto enfrente de las narices y lee:

-La aspereza es únicamente la parte superficial del ser humano, y por lo tanto la que hay que ignorar. Para capturar la esencia hay que despojar a la persona de la piel, del envoltorio cárnico y confuso que nos impide ver más allá de los poros.

A pocos metros de ella, en la primera fila, unos adolescentes bostezan repetidamente. El techo gris de la clase se refleja en sus miradas plagadas de burbujas de refresco.


-Por tanto, como dice Menganito -concluye la señorita Quelquefois desde la tarima, sacudiéndose la tinta de las manos en un alarde de teatralidad que despierta de golpe a algunos- hay que despojarse de la piel de forma permanente para exponerse al mundo y a su crueldad de forma pura y sincera. Sólo así se consigue llegar a ser persona.

La señorita Quelquefois cree en lo que dice, pero hace mucho que ha desistido en predicar con el ejemplo. Incumple intencionadamente las doctrinas de Menganito cuando, frente al espejo de su tocador, le dedica tanto cuidado a su piel con cremas como supuestamente debe dedicar a su alma. Y todo por el simple y masticado motivo: superar lo mejor posible la prueba diaria de mirarte y pedirte no ser muy cruel contigo mismo.
A quién le importa la esencia. En realidad la vida es el resultado y la búsqueda del roce epidérmico.

fresas con chocolate.





Cuando nos escondemos en la cocina
y me retuerzo entre tus brazos
con una fresa de chocolate en la boca
y con tus besos buscas
que se derrame por el suelo la Historia
y me quejo entre sonrisas
porque sabes que me ahogo en tinta verde, y papel,
y chocolate con almendras, y galletas, y piel
y todas esas cosas que no puedo comer y como.


Bailarina del diablo


Nada más rebañar el plato, un reloj de cuco que Alba no había visto antes, situado encima del marco de la puerta, dio la hora con estrépito y le hizo pegar un bote en la silla. En cuanto el pájaro falso volvió a su nido de manera con un ruido de muelles oxidados, todos se levantaron de la mesa y dieron por comenzadas sus tareas cotidianas, olvidándose por completo de Alba. Elise empezó con la interminable tarea de fregar los cacharros al tiempo que espantaba a las palomas que entraban empapadas a refugiarse del frío sobre la chimenea, Odette se encerró en su cuarto sin despedirse y Pierre despejó la mesa de la cocina cuidadosamente y se instaló para mezclar colores, cubriéndola hasta los bordes con botes de agua y frascos de minerales y hierbas que esperaban para ser molidos. Alba quería quedarse a verlo, pero la chica color cielo la cogió del brazo y con una sonrisa que endulzaba la orden, le pidió que la siguiese.

-Independientemente de lo que vayas a hacer sobre el escenario –dijo con voz experta mientras la guiaba por el pasillo- la presencia de cara al público es lo más importante a la hora de actuar. Tanto da si haces una acrobacia perfecta o cantas sin desafinar una sola nota; si ven que eres como ellos, te menospreciarán. El truco, tal y como me lo dijeron a mí por primera vez, es dejar de ser tú misma.

Empujó una de las puertas y entraron a una sala llena de armarios, cajas y polvo. Había dos o tres espejos de cuerpo entero de los que colgaban abrigos y pañuelos de todo tipo, y una alfombra raída y manchada de excrementos de ratón que en sus mejores tiempos parecía haber sido mullida y que le provocó a Alba una punzada de nostalgia. La chica comenzó a abrir y cerrar armarios y a revolver en cajas, hasta que encontró lo que andaba buscando. Le tendió un estuche de madera con el cierre algo oxidado y una “O” grabada en una esquina. Alba lo abrió y se encontró con frascos y frascos de polvos de todos los colores, algunos incluso brillantes a la luz, un par de pintalabios usados y lápices de khôl.

-Mi caja de maquillaje –anunció satisfecha-. Odette lleva tiempo intentando encontrarla, así que ten cuidado de que no te la robe.

-¿Tú no la utilizas? –preguntó Alba atónita, sin saber cómo responder a este inesperado regalo que, por otra parte, no sabía como utilizar.

-No puedo. Me salen granos –contestó la chica con una sonrisa triste, mirando su antiguo estuche con algo de melancolía.

-Yo creo que estás bien sin maquillar. Odette parece un jarrón de la china –se apresuró a decir, en un intento de animarla. El resultado fue el esperado, la chica color cielo volvió a reírse y la molestia desapareció de las comisuras de su boca.

- En fin, más cosas que tienes que saber. Aquí están todos los vestidos que te harán falta, pero sólo puedes llevarlos en las actuaciones, para el día a día apáñatelas con lo que tengas.

Entonces pareció darse cuenta de lo elegante que era el vestido de Alba, bajo la capa de suciedad y barro que se había formado en aquellos días y de la que se había desentendido por completo.

-¡Por Tiersen! ¿De dónde has salido? –exclamó sin poder contenerse con los ojos muy abiertos. Al ver que Alba no respondía, claramente avergonzada, recompuso su cara y le quitó importancia-. No importa, ya te diré dónde puedes lavarlo. Si le das la vuelta y le quitas las mangas puedes convertirlo en algo menos llamativo. Mientras tanto, te dejo uno de los míos, pero por poco tiempo. Descolgó un vestido y se lo tendió. Era granate, con puntillas blancas bordeando el escote y ceñido, de mala calidad, como de un cabaret venido a menos. Las enaguas estaba apolilladas y las mangas deshilachadas, pero a Alba le gustó enormemente porque le recordó a las protagonistas de sus novelas románticas.

-Gracias –exclamó en un arranque de gratitud, y comenzó a desvestirse. La chica le ayudó delicadamente a quitarse el pesado vestido, admirando su ropa interior de seda, y después le abotonó el suyo propio.

-Ya está. Pareces una princesa a la fuga –anunció sonriente mientras le colocaba el cabello sobre los hombros en una caricia muy femenina. Alba avanzó unos pasos para observarse en uno de los espejos sin reconocerse del todo.

¿Qué había sido de aquella chica que había huido de la mansión con un abrigo de pieles y una maleta? ¿Y de esa niña delgada que se aparecía y desaparecía por los pasillos llenos de bruma? La joven que la miraba ahora desde el cristal con expresión atónita y el pelo naranja revuelto y en ondas desperdigadas hasta la cintura, envuelta en un vestido que dejaba ver a la perfección sus pantorrillas parecía una bailarina del diablo. Ladeó la cabeza sonriendo a su reflejo, que le devolvió una mueca extraña. El reflejo de la chica color cielo también sonrió a sus espaldas, pero cuando Alba se volvió para agradecérselo de nuevo la chica había desaparecido. El ruido de los cacharros al fregarse se confundió de pronto con el sonido del violín, que volvía a inundar el pasillo. Alba se sentó en el suelo mientras observaba por la ventana a las palomas cruzar la nieve en bandadas hacia la del encantador de pájaros. Los vestidos la miraban recelosos desde sus perchas como fantasmas esperando a ser liberados, pero ya estaba acostumbrada a estar sola y le había perdido miedo al miedo.

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