Imagenes sueltas del final de la linea.

Hoy he visto una imagen muy bonita en el bus y creo que es una de las que voy a guardar como fin de año, junto a besos y abrazos y ese tipo de cosas que se suelen guardar cuando se acaban los años y te pones sentimental. 
A unos pocos metros de mí había un hombre sentado en el asiento al lado de la ventanilla de la izquierda. Era un hombre no muy mayor pero bastante grande, con pinta de recio y mirada dura, anorak gris, vaqueros y botas, pelo corto, piel cetrina y cascos en los oídos. Tenía unas manos enormes entre las que sujetaba un móvil táctil al que estaban enganchados los auriculares, y lo miraba con mucha atención, encogiéndose sobre sí mismo como si quisiese evitar que los de alrededor pudiésemos ver lo que él observaba. Pero como yo estaba a su espalda lo he podido descubrir: era la foto de una chica. Aquél hombre enorme y tosco se retraía durante minutos y minutos escuchando música y mirando la foto de esa chica, moviendo la imagen ampliada con sus enormes dedos para recorrerla al detalle. Parecía la Bestia protegiendo a Bella entre sus garras. Un amante antiguo enamorado de un camafeo. Me ha emocionado bastante más que las 125 páginas del Werther. Me ha gustado incluso más que la niña de hace unos días que lamía el vaho de la ventanilla.

Siempre he tenido una especie de superstición muy tonta por la cual el día de fin de año es una especie de resumen de todo lo que va a acontecer en el siguiente, es decir, que depende de lo que haga hoy sería en plan resumido lo que haré inconscientemente a lo largo de todo el año que queda por empezar. Sí, es bastante más estúpido que ponerse ropa interior roja. Además, hoy lo he ido pensando por la calle y no tiene sentido creer que un año entero va a estar condicionado por lo que haga el día de antes, si no soy capaz de acordarme ni de lo que hice anteayer. Por muchos esfuerzos que haga, no sé si mi 2011 se pareció en algo al 31 de diciembre del 2010. Así que este año paso, y acabe como acabe y empiece como empiece mientras no explote el mundo yo estoy contenta. Y con un poco de suerte podremos ver amanecer.


En resumen, que acabéis genial 2011 y empecéis igual 2012 (sólo hay un minuto entre uno y otro, así que no es muy complicado). ¡Nos vemos el año que viene!





Amor.

Maintenant que je me laisse complètement étouffer par le decadentisme et son absinthe, j'ai compris d'un coup ce qu'est la fuite. Ce qu'est est le ciel. Comme peut-on flotter sur la ville sans toucher jamais le sol morne et quoitidien. Finalement, j'ai compris comment je suis termporairement sauvée grâce à la beauté, l'art et la poésie. Et surtout grâce à l'amour. 
Qui brille et qui me fait briller encore plus que toutes les étoiles en m'éloignant dans cette obscurité musicale. 
Qui me nettoye doucement de tout ce que je ne veux plus voir.



Claudinita (3)

A los pocos meses, el propietario les anunció que les subía el alquiler, y Claudinito consiguió un trabajo en El lago Ness, muy cerca de la City. Conjugar los estudios con el trabajo se volvió un juego de malabares que mantenía a Claudinito ocupado todo el tiempo. Llegó a esconder los libros de texto bajo la barra para leer mientras servía cervezas, pero nada podía regalarle más tiempo. Sus calificaciones bajaron y se dormía en el tranvía de regreso a casa, para despertarse al cabo de tres horas malhumorado y llegar tarde a clase. Claudinita dejó de ahorrar para el regalo y también comenzó a buscar otro trabajo a media jornada, infructuosamente.


Poco a poco fueron utilizando cada vez más la cama sólo para dormir. No tenían tiempo de besarse; uno de los dos siempre tenía que irse corriendo a algún lado. 
La casa empezó a pesarles y Claudinito se planteó seriamente dejar la universidad, presa de la desesperación y con ojeras negras como ceniza que Claudinita trataba de hacer desaparecer poniéndole cubitos de hielo en los ojos. Ella fue la que le rogó que no lo hiciese. 

Un día fue a buscarlo a clase por sorpresa para ir a cenar juntos, pero le dijeron que ya se había ido, y nadie supo decirle a dónde. Por si acaso decidió no inmiscuirse, sintiéndose de repente muy lejos de él y de la vida universitaria. De hecho, le costaba creer que esa gente tuviese la misma edad que ella. Se compró un libro y se volvió a casa, prometiéndose a sí misma que no le dolía.

Al cabo de unas semanas, Claudinito la llamó mientras le cobraba a una señora por una camisa gigantesca de lentejuelas para decirle muy alterado que su hermano Mario estaba en esos momentos bajo la amenaza de perder todo lo que tenía a causa de unas deudas cuyos intereses habían engordado hasta alcanzar una cifra terrorífica. "No te preocupes", le dijo ella. Cuando acabó su turno fue al banco a sacar todo el dinero que llevaba ingresando en una cuenta para comprarle a Claudinito su moto, y se lo entregó en metálico a Mario, que con ayuda de sus padres se salvó una vez más y les invitó a una comida en su casa como agradecimiento. La moto soñada se evaporó.

Una noche, Claudinito volvió muy agitado del trabajo y la despertó a las tres de la mañana con las manos temblorosas y los ojos brillantes en la oscuridad del dormitorio. Claudinita, en camisón y oliendo a crema hidratante, sintió el olor de su novio (a bar, a sudor y a cigarrillo) como algo extraño y desagradable que se había colado en su santuario, y por un momento su mente rechazó por completo la idea de admitirlo en la misma cama. Sin embargo eso a Claudinito le traía frío, ya que tenía ideas mucho más importantes en la cabeza. "¿A ti qué te parecería que me fuese al extranjero?" Le habían ofrecido presentarse a una beca para ir a estudiar a los Estados Unidos. Claudinita aplaudió al momento la idea con entusiasmo, a sabiendas de que esa era la oportunidad que él llevaba tanto tiempo esperando, un regalo del cielo. Pero al cabo de un rato aún seguía con los ojos abiertos, clavados en la oscuridad, preguntándose cómo sería dormir en esa cama sin escucharle respirar a su lado.




















PD: Ya hay una nueva etiqueta  de Claudinita y Claudinito abajo del todo, junto a las de Alba y Ginebra.


                                                                 esta no es Claudinita.

De l'eau pour les gens de Paris, pour l'ange nu sur la colonne.

Me parece que la Navidad sirve para tener nostalgia. No me puedo quejar hasta ahora porque el veinticinco ha sido delicioso y aún me queda buen sabor de boca mientras espero con las piernas cruzadas a que las ruedas en mi cabeza empiecen a girar de una vez y me pueda ir danzando en pijama a escribir sobre el inicio del ferrocarril en España, que ya ves tú. No, la verdad es que no me puedo quejar.

Pero me gustaría darme un paseo pequeñito por La Ciudad antes de volver al trabajo, sólo dos o tres horas, prometo que no pediré nada más. Me lavo la cara rapidísimamente, unos vaqueros y una camiseta de manga larga con la eterna chaqueta de lana (que tengo todas las chaquetas iguales) y el abrigo de paño a cuadros, las botas de piel de siempre y un teletransporte, ¡fum! y ya estoy allí, sin maquillar y con cara de sueño, pero allí.

No hay tiempo para tomarse un café ni para refugiarnos en el piso de arriba de Shakespeare and Company que cruje y se agita con la tormenta, ni para ponerse detrás de las filas de los turistas de cartón. No hay tiempo de hacer dibujos en la Place des Vosges ni para ir al cine de Les Halles, ni para presentar nuestro respeto a Colette o comprobar si mi beso a Oscar Wilde sigue en su sitio o se ha ido volando. Tampoco hay tiempo para ir al Jardin des Plantes porque está demasiado lejos, y probablemente esté lloviendo. No importa, podemos pasear y pasear, dejarnos mojar por La Ciudad, perdernos hasta que se me acabe el tiempo y desaparezca, agarrada a una farola y gritando que no quiero volver a hacer deberes. Que aún nos queda mucho por ver.

Pero vuelvo porque una promesa es una promesa, y me pongo la lista de reproducción de Les chansons d'amour para saborear sacarina esperando el pastel. Y saco los libros de texto. Y sigo en pijama.

Claudinita (2)

Claudinita se levantaba todos los días a las cinco y media de la mañana. Desayunaba, se daba una ducha, se secaba el pelo boca abajo y bajaba a comprar el pan y los periódicos a la esquina. Como vivían en la calle Sanclemente no le separaban más de dos minutos del trabajo, pero prefería tener tiempo para maquillarse y peinarse cuidadosamente. Era el ritual más importante de la mañana, la serie de pasos mecánicos por los que se recomponía a sí misma antes del amanecer. Primero se colocaba una diadema y se aplicaba la base con una esponja, como si pintase el fondo de un cuadro. Luego algo de sombra marrón, rímel y pintalabios rojo ciruela. Después de soltarse el pelo lo recorría con los dedos, siempre de color marrón otoñal, siempre alguno de sus rizos se soltaba y iba a saltar travieso delante de su ojo, una hoja muerta cayendo sobre un estanque de venas relucientes y claras. 

Claudinito dormía a pierna suelta como un niño pequeño, y su espalda desnuda reflejaba cada mañana los primeros rayos de sol. Claudinita pasaba por su lado de puntillas y se vestía en la oscuridad, luego se sentaba en el sofá y leía un rato hasta que él se despertaba. Esa era su señal para irse a trabajar. Dejaba a Claudinito vistiéndose con desgana para ir a la Universidad, siempre despeinado y sin desayunar. Le quedaba sólo un año para acabar el grado de Arquitectura. Claudinita le daba un beso de despedida y se encaminaba hacia su trabajo para una agotadora jornada de doblar y colgar topa y tocar dinero. 

Con resignación, se puso el uniforme y comenzó a pensar en lo que le faltaba para llegar al dinero que tenía pensado ahorrar. Hizo rápidos cálculos mentales, bloqueando su mente a la música repetitiva y martilleante de la lista de reproducción de la tienda. Dos mil euros. Dos mil euros más y podría comprarle la moto a Claudinito. A los seis años le regaló una pequeña moto de juguete, tan grande como la palma de su mano, que Claudinito había conservado durante toda su vida cerca de él, con tanto amor por el vehículo como por la chica que se lo había regalado. Un pequeño juguete de hojalata donde se escondía el secreto de toda una relación. Claudinita llevaba muchísimo tiempo ahorrando para comprarle el de tamaño real, y la cara de sorpresa de su novio bien valía todo el tiempo invertido en trabajos de media jornada.

Esa noche Claudinito le mandó un mensaje para decirle que se quedaba por la uni para tomarse unas cañas con algunos de sus compañeros, así que Claudinita le mandó besos y muchos corazones y se quedó cenando en casa una ensalada de tomate y pasas mientras veía Notting Hill en la televisión. Se quedó dormida en el sofá con el plato a un lado sobre la manta. Claudinito la despertó mucho más tarde con un beso en la frente y ambos se fueron a dormir en un silencio agotado.






Claudinita (1)

Que no actualice no significa que esté de brazos cruzados, ni mucho menos. De hecho estos días he afilado la pluma (porque los Pilot negros se me han acabado, ¡se aceptan donaciones!), y no precisamente trabajando, aunque tampoco me vendría mal. 

La verdad es que no pensaba continuar más con Claudinita y Claudinito, eran simplemente un trozo más de la vida de Ginebra, una de sus noches. Pero Neeze, la genial Neeze (cuyo blog podéis ver aquí) me dijo que por qué no contaba la historia de Claudinita. El caso es que como siempre ocurre con estas cosas, tú les das la mano y ellos te agarran el brazo, y sin comerlo ni beberlo me estoy tragando toda su vida de pareja. La escribo lo más deprisa que puedo mientras Claudinita me susurra sin parar anécdotas, enredándose el dedo en el pelo. No para ni para tomar aire. Por qué me meteré yo en estos líos.

En fin, os dejo un cachito, el principio de toooodo lo que me ha ido contando a lo largo de estos días tontos, antes de irme a clase de francés.






A Claudinita le gustaban las tortillas de queso poco hechas, apenas una vuelta en la sartén para que el huevo brotase, aún crudo entre los trozos de queso, como un volcán amarillo. Se sentía una gran cocinera vertiendo la mezcla batida sobre el fuego y escuchándola crepitar mientras agitaba en círculos una copa de vino a la que daba pequeños sorbitos, bailando al ritmo de Paolo Conte y su Via con me. Esa canción siempre le recordaba a Claudinito y a su olor a nuevo, su estilo innato y los jerseys de lana a rayas de colores. Toda su casa era un reflejo de él. Nadie que hubiese entrado en ella hubiese podido adivinar que Claudinita también vivía allí; pocos objetos personales la delataban: un cepillo de dientes de más en el baño, algún rastro de pintalabios en los bordes de los vasos, un ramo de flores en un jarrón minimalista sobre la mesa del comedor. Habían alquilado la casa juntos y aun así parecía una invitada que se hubiese acomodado demasiado tiempo en el mundo ordenado y pulcro de Claudinito.  Acostumbrada a esconder sus zapatos dentro del armario cuando llegaba a casa, se sentía afortunada de tener el lujo de convivir junto con Paolo Conte en el corazón de jazz de su novio.

Claudinita inclinó la sartén sobre el plato y vertió tal cual la tortilla. Justo en ese momento sintió la caricia de Claudinito, que se había acercado descalzo y olfateaba su cuello al tiempo que deslizaba las manos dulcemente a lo largo de la curva de su cintura como dos arañas sigilosas. Claudinita, acostumbrada a estas apariciones, había aprendido a no sorprenderse si era capaz de percibir su perfume, un frasco carísimo, fresco como un soplo de aire helado en lo alto de un tejado, que siempre lo precedía. El olor de Claudinito impregnaba todo el piso, las sábanas, la ropa, era más propio de él que su voz.

-Mi pequeña chef preferida -ronroneó Claudinito con la boca oculta en el hueco de su cuello.

-Uy sí -exclamó ella con una sonrisa, tomando un trago de vino. Claudinito le dio la vuelta delicadamente para besarla, y el sabor del alcohol se mezcló como un veneno con la saliva de él, ya tan conocida como si formase parte de su propio cuerpo. El contacto entre ambos, el primero que habían conocido y el más profundo e intenso que podían imaginar, les recordaba siempre que eran parte de un mismo ser, algo tan natural que nunca se habían parado a cuestionarlo. Estaban juntos, así era como debía ser, y ya estaba. Claudinito prolongaba más y más el beso como un muerto de sed.

-Se me está quemando el bizcocho -advirtió finalmente Claudinita, separándose para abrir el horno.

-Que le den al bizcocho, ya no quiero bizcocho -exclamó Claudinito con expresión de niño caprichoso. Molesto, apagó sin miramientos el horno, cogió en brazos a Claudinita y la llevó hacia dormitorio. 

La tortilla se enfrió en el plato, al lado de la copa de vino manchada de pintalabios.

Claudinito.

Ginebra tenía dos amigos que llevaban juntos toda la vida. Se llamaban Claudia y Juan, pero debido a que se confundían el uno con el otro como si fuesen mellizos en vez de novio y novia, todo el mundo les llamaba de coña Claudinita y Claudinito. Al igual que Ginebra y Mauricio habían crecido juntos, pero de otra manera. Tan juntos se habían mantenido a lo largo de la niñez y la adolescencia que sus pieles parecían pegadas irremediablemente, y las manos de la una se confundían con las manos del otro.

Cuando llegó el final de su relación, Claudinita no apareció por el trabajo. Era dependienta de una sucursal perteneciente a una gran multinacional de ropa, que la despidió con la misma indiferencia con la que la había contratado. Claudinito se cambió de casa, y en cuanto se hubo instalado llamó a Ginebra para invitarla a pasar la tarde como un náufrago que hubiese encontrado un megáfono.

Ginebra encontró a su amigo mustio y encorvado como una flor sin agua. Tenía la piel de la cara marchita, como si la separación de Claudinita hubiese sido física, anatómica. Su cuerpo, ya de por sí espigado y débil, parecía aún más endeble debajo del jersey a rayas azules y negras, cuyas mangas le llegaban hasta los nudillos. El nuevo piso de Claudinito parecía una guarida de fantasmas. Todos los muebles estaban cubiertos por sábanas blancas y se dispersaban sin orden por las habitaciones también blancas y de techos altísimos, cuyo olor a pintura fresca llenó a Ginebra de nostalgia. Había cajas de cartón apiladas sin abrir y fundas de plástico transparente cogían polvo en las esquinas. Ginebra caminaba detrás de él por el pasillo sintiéndose como en casa, mientras su amigo se concentraba en liarse un porro.

















Se pusieron a jugar al guiñote sentados encima de la cama, el único lugar de la casa que no estaba cubierto por algo que lo hiciese intocable. El dormitorio, también recién pintado de color hueso, estaba completamente desierto a excepción de la propia cama, cuyas sábanas también eran blancas. Jugaban los dos en silencio, mientras Claudinito fumaba y fumaba, estirándose de vez en cuando para dejar caer la ceniza en un cenicero de cristal que había colocado sobre una almohada. Ginebra lo observaba por encima de su mano, con los ojos oscuros de párpados pesados, dándose cuenta de que Claudinito a su vez también tenía la mirada más serena y más afilada. Al verlo ahí sentado frente a ella, en silencio estoico, dueño y señor de sus sábanas blancas, de su piso impoluto, de su propio orden caótico y solitario, de los muebles mudos a los que nade había pedido destapar y del dormitorio que no hacía falta personalizar, se dio cuenta de que aquel reino nómada y helado era su reino, y de que él mismo lo había querido así. Y se vio reflejada en sus pupilas, tan frías como las suyas.

Humedeciéndose los labios, colocó otra carta entre los dos y le quitó el porro de los labios, dándole una calada. Claudinito, que ya no era Claudinito ni mucho menos, la miraba entre divertido e indiferente. Tenía la boca pequeña y los labios ni finos ni gruesos, una prominente nariz que daba el acabado a su cara de niño mal crecido y los ojos grises como nubes. Ginebra lo vio más mayor, más amargo, y se preguntó si así era como se la veía a ella de alguna manera, con la punta de los labios tan afilada y las pestañas tan negras.

-Aún no he estrenado esta cama - comentó Claudinito con la voz suave que lo caracterizaba, al tiempo que robaba otra carta. No había nostalgia en su voz; sólo frialdad.

-Qué pena. Es demasiado blanca.

-Tú dices eso porque todas tus sábanas son negras.

-Tú qué sabes.

-Oh, yo lo sé muy bien.

A los pocos minutos Claudinito se cansó del juego y abandonó las cartas sobre la cama, pasándole otro porro a Ginebra, que lo cogió entre el índice y el pulgar. Claudinito expulsó el humo mirando hacia la ventana, la cual comenzaba a oscurecer.

-Ginebra, me siento frío.

Ginebra se inclinó para besarle suavemente como respuesta. Cuando se separaron, saboreando aún una sensación que era para ambos como una cerilla encendida en Siberia, Ginebra terminó el porro y dejando el cenicero en el suelo, se abalanzó con agilidad gatuna sobre Claudinito para besarle detrás de la oreja.

-Qué tontería, somos dos animales de sangre fría, esto no lleva a ninguna parte - susurró él entre beso y beso.

-No - dijo Ginebra, sonriendo con los labios mojados -. Pero qué más da, frotaremos hasta que salten chispas.

Claudinito, que se llamaba Juan, sonrió con tristeza y se dejó caer sobre las cartas, sujetándola contra sí con fuerza como si no quisiese ver más allá de su cuerpo, como si el calor humano pudiese traspasar los poros.

5 de Diciembre.



Ya sé que muero por el oeste y que cuando estoy sola nunca me doy cuenta del todo de cómo el cielo se vuelve rosa porque a través del cristal no llego hasta las nubes y sólo consigo quedarme con un sabor metálico en la boca. También sé que me gusta que silbes cuando estamos los dos porque me hace pensar que todo va bien y que la lámpara da más calor. Y que el corazón te late a su ritmo y parece que se te vaya a salir del pecho cuando nos quedamos completamente solos y sólo consigo proyectar líneas tenues de polen en tu piel. Sé además que la luz artificial me hace daño y que las avispas de hielo me persiguen cuando no consigo abrocharme bien el abrigo. Ya sé que muero por el oeste y que por más que abra los ojos con fuerza la luna no será más clara.






Apocalipsis zombie musical.

Ahora que por fin han terminado todos los exámenes puedo permitirme volver a tener la cabeza llena de estupideces.



Como inclinar la cabeza hacia la izquierda al mirar o hacia arriba cuando camino
o poner el agua de la ducha hirviendo para imaginarme cómo debe de sentirse uno 
al ser cocinado en un caldero por caníbales
agitar el pelo hasta que se me caigan las ideas
pasarme cinco minutos pintándome los labios
ver los capítulos de Misfits que me quedan
ir bailando del cappuchino al té rojo y del té rojo al café con leche (ya sabes, para no dormirnos después de comer)
sacarle fotos al reguero de gotas de lluvia que queda en la puerta de la terraza
dormirme pensando en fantasmas y no en universos
decir chemin en cada paso
cambiar el nombre de la lista de reproducción de "Estudiar" a "No estudiar"
o hacer una lista a las dos de la mañana de cosas estúpidas de esas que se me pasan por la cabeza
completamente sola en el mundo durante un apocalipsis zombie musical.




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