Montreal.


















Montreal, Rue de la Commune. Atardece. Un edificio de aproximadamente cuatro pisos, ladrillo marrón, de apartamentos pequeños pero caros y un hall no muy limpio pero con un ascensor muy amplio. En la fachada se esboza una escalera de incendios de metal negro que zigzaguea conectando todas las ventanas. En la más alta de todas, una chica morena con el pelo hasta la mitad del cuello y profundos ojos negros a los que da menos importancia de la que debería fuma un porro y se entretiene viendo cómo el humo desdibuja los límites de la ciudad. Sueña con Europa como la meta de su huida desde que su novio –ex–novio, se repite furiosamente- la dejó plantada con media vida planeada y congelada de golpe. La chica asomada en la ventana, que por cierto es la de su dormitorio, observa la última calada desvanecerse tras sus pestañas y repasa mentalmente minuto por minuto la última vez que ella y su novio –ex–novio- habían hecho el amor –follado- en la misma cama que descansa, deshecha, a su espalda.


La adolescente del piso de abajo también lo recuerda bastante bien, porque los alaridos de la ex-pareja eran una constante a la hora precisa en la que ella se encerraba en su desordenada habitación y dejaba la ropa arrugada que había lanzado a la cama sobre el respaldo de la silla para tumbarse con su portátil y hablar por Skype con su novio. Las dos parejas parecían haber acordado inconscientemente el mismo horario de visitas y, mientras ellos se estiraban sobre camas transoceánicas para acariciar las pantallas de sus ordenadores con las yemas de los dedos, la adolescente tenía que escuchar cómo el novio de su vecina se la tiraba sonoramente, y no le parecía justo. Así que ahora mismo se alegra de que el ruido cotidiano de por la tarde haya cesado y le dejen hablar con su novio en paz.


La madre de la adolescente acaba de golpear con los nudillos la puerta de su habitación para llamarla por cuarta vez a cenar. Luego vuelve a la cocina haciendo un ruido sordo y limpio con los pies descalzos en el parqué y sirve sola la ensalada en boles de madera. Súbitamente, cree percibir el olor de la marihuana y todos sus recuerdos de juventud se amontonan unos encima de otros: Woodstock, el olor del barro en el pelo, las coronas de margaritas, los lemas tatuados con ceras por todo su cuerpo desnudo, las risas inacabables de noches y días cálidos, la música. La marihuana, que de pronto se ha filtrado por la ventana y la ha golpeado con toda la nostalgia de una juventud que ya parece la de otra persona. Durante unos segundos, se queda con la ensalada en la mano y el brazo congelado en alto sobre uno de los boles, la mirada perdida. Es consciente, aunque no necesita verla, de su cocina alrededor de ella, metálica, moderna, funcional. Impersonal. Termina de servir la ensalada y se sienta desfallecida, como si acabase de descubrir que ha vendido su alma al diablo, dándose cuenta en un solo minuto, en una sola aspiración, de cómo han pasado los años.


Pero no dirá nada a su marido, que ahora mismo entra en el ascensor dejando salir primero educadamente a una mujer mayor y un perro de lanas muy agitado que rompe a correr en cuanto se entreabren las puertas de metal. Es un hombre trajeado que sujeta un maletín con una mano grande y peluda mientras con la otra se plisa la corbata granate antes de darle al botón del ascensor sin mirar. Cuando llegue a casa dirá que no le apetece cenar porque hoy tiene demasiadas cosas en la cabeza. La fusión planeada por su empresa, en la que tantas esperanzas habían depositado, no ha llegado a realizarse y eso significa un enorme paso en retroceso y un enorme esfuerzo por seguir adelante. Además, su padre ha dejado de reconocerle. Pero no admitirá hasta qué punto le duele este último acontecimiento, y ante la familia y los compañeros del trabajo que le pondrán una mano en el hombro y le clavarán una mirada llena de compasión simplemente se encogerá de hombros y dirá que es natural y que son cosas de la edad. Que ya se sabe. Sin embargo, una vez protegido por las sólidas cuatro paredes del ascensor se permite un arrebato de autocompasión y solloza durante cinco segundos con la enorme mano peluda delante de los ojos y la cabeza caída. Cinco segundos, antes de que las puertas se abran otra vez y haya que sacar la llave del bolsillo.


La anciana que ha salido del ascensor al mismo tiempo que él entraba se llama Marguerite pero nadie en el edificio lo sabe porque nadie se lo ha preguntado. Ahora va a tomar un café con leche con sus amigas como hace cada tarde desde hace veinte años. Cuando era joven era de una belleza estremecedora, la cual le concedió enormes alegrías y enormes desdichas y amantes de alrededor de todo el mundo, algunos de ellos tan importantes que nadie la creería si fuese tan imprudente de confiárselo a alguien. Ahora, aunque se esmere en pasar dos horas frente al espejo antes de salir y elija cuidadosamente el vestido que se va a poner, siempre limpio y bien planchado, ya no hay manera de ocultar los pliegues que surcan su cara, las manchas marrones, las líneas plateadas. Nadie dejará caer un cumplido, nadie se dará cuenta de su esfuerzo.


Nadie excepto el camarero del café en el que se reúne con sus amigas, que todos los días la invita a una palmera y bromea con ella al traerle la cuenta. El camarero, que es el público más constante y agradecido del panorama del café, y que está al tanto de todo mientras limpia tazas con un trapo desde la barra, se lleva fijando desde hace un tiempo en el hombre de mediana edad que acude solo, se sienta solo y lee el periódico solo mientras se toma un café solo, luego deja propina sobre la mesa y se va con el periódico doblado debajo del brazo. El camarero, un chico joven del este que ha venido a Montreal en busca de su futuro y de un lugar donde dormir se ha dado cuenta de que quiere dormir con ese hombre, de que cada vez que le sirve el café le tiembla el pulso y de que, muy a su pesar, siente un enorme deseo de hacerle gritar de placer cuando por casualidad sus dos miradas se tropiezan, la una servicial, la otra gélida. El camarero, que siempre tiene una sonrisa y una palabra amable para sus clientes, se ha enamorado profundamente del único de ellos que no es capaz de responderle con igual amabilidad, y eso le provoca una enorme ternura, unas ganas irrefrenables de hacerle feliz.


El hombre del periódico, por su parte, se levanta todos los días a la misma hora, se lava los dientes a la misma hora y desayuna a la misma hora. Baja a leer el periódico al café cerca de las once, saca al perro, va a trabajar, vuelve de trabajar, cena, saca otra vez al perro, ve un rato la televisión hasta la hora de dormir –siempre la misma- y luego se abandona al sueño mecánicamente. Al día siguiente, se levanta a la misma hora que el anterior. Hasta que un día se levantará como todos los días, se lavará los dientes, desayunará y luego, sin saber muy bien por qué, sacará un pie fuera de la ventana, aún en pijama, al que le seguirá después el resto del cuerpo, en vertical y hasta el suelo, como si hubiese visto un camino invisible que partiese del alféizar y continuase sobre los tejados. Dejará la casa impecable y a su perro ladrándole convulsamente a la ventana abierta, a las cortinas ondulantes y a la sirena de la ambulancia que se aproxima. Perderá para siempre la oportunidad de conocer el amor.


Pero esto aún no ha ocurrido, y el perro se pasea confiadamente por la casa sintiendo que tiene que orinar con urgencia en algún lado y maldiciendo a su amo en lenguaje perruno por haberse vuelto a olvidar de él. En esto que cuando el susodicho vuelve a casa, el perro sale corriendo, se escabulle entre sus piernas y se mete rápidamente en el ascensor en el mismo momento en el que Marguerite lo toma, pasa salir en la planta calle como alma que lleva el diablo, esquivando al señor trajeado, y aliviarse en unos matorrales cercanos.


Sin embargo, su intento se ve frustrado por un transeúnte que pasaba precisamente en ese instante por la puerta de la casa, un chico joven que al ver al perro salir corriendo sin correa ni collar adivina la situación y lo agarra ágilmente, agachándose a su lado por si aparece el dueño en su búsqueda. En lugar de eso, lo primero que ve al levantar la cabeza hacia el edificio es una chica morena con el pelo hasta la mitad del cuello asomada a la última ventana, que lo mira a su vez al tiempo que apaga una colilla en un cenicero sobre el alféizar. Y el chico, aún con el perro retorciéndose entre sus manos, se pierde en los ojos de la chica, que aunque lejanos brillan como brasas, y en ese mismo momento ambos se dan cuenta de que algo acaba de comenzar.

Duermevela.



Si alguien me viese ahora diría que llevo sin dormir varios días. Tengo la casa muy sola y muy silenciosa y aunque son las dos menos viente no creo que coma porque he desayunado hace una hora. Me he sentado en la mesa del salón al lado de la ventana aunque las vistas no sean una maravilla, pero son mis vistas y es lo que hay. He visto dar a luz al día, rayito de sol tras rayito de sol, y aunque ahora se desperece limpio y azul y fresco como un niño recién bañado, la cara de cansancio de Saria demuestra a todas luces que ha sido un parto duro e interminable. Esta noche la casa parecía una cáscara de huevo rota y todas las pisadas hacían ruido y le pedía a Saria que me acompañase a todas partes porque las puertas entreabiertas se habían vuelto amenazadoras de repente y me imaginaba que todos los monstruos de todos los armarios de la casa se frotaban las manos con la ocasión de tenerme por fin sola para ellos. Así que me he dormido de lado con su perfume puesto para sentirme un poco menos sola. A las tres horas ha sonado el despertador del dormitorio de papá y mamá, que sonaba para despertar a nadie, y me he levantado helada para apagarlo. Le he llamado para decirle buenos días, y al colgar he decidido que no soportaba más estar en esa casa tan oscura y he despertado a Saria, que se había atrincherado ofendida en el sofá entre las mantas y la guitarra abandonada porque nadie la había ido a buscar para irse a dormir. Venga, vamos, que ya que estamos te saco a dar una vuelta. Con las botas, la bufanda y una chaqueta de lana encima del camisón hemos salido a respirar un poco de aire fresco. Los barrenderos acababan de salir a limpiar, todos en fila con sus carros y sus chalecos reflectantes miraban con curiosidad a Saria, que estaba helada y le ladraba a todo para quitarse el frío y también, creo yo, para romper el silencio agobiante de la calle. Quién lo diría, parece que acabemos de volver de salir de fiesta, ¿eh, Saria? A la vuelta le he calentado un poco de leche con azúcar y se la he servido en el cuenco. No le ha gustado nada hasta que he mojado en ella dos galletas y se las he servido troceadas, entonces ha empezado a comer silenciosamente mientras yo limpiaba el tomate con atún de la encimera y metía los platos sucios al lavavajillas y calentaba agua para un té. Nos hemos tumbado juntas en el sofá, las dos cubiertas por la manta, las dos sintiéndonos un poco solas por razones diferentes. El té se ha ido enfriando en la taza mientras veíamos capítulos de Anatomía de Grey en versión original y el sol se asomaba lentamente, primero de color azul, luego un poco naranja, cada vez más fuerte y más amarillo.
 Cuando por fin se ha hecho de día y la luz teñía toda la habitación de dorado, nos hemos dormido.

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