Como los erizos



«El resto del tiempo, soledad, ensoñación, un vaso de agua o un café, el aperitivo dos veces al día... un recuerdo que me sorprende, una imagen que me visita, y luego una cosa lleva a la otra, y ya es de noche.»

Escrito en el cuaderno que me trajo Clara de Toulouse.

       


Lo entendí todo cuando entré en su habitación. El olor dulzón a flores marchitas y a mandarina y a néctar y a esencia de té y a caramelos derretidos que la acompañaba a todas partes debajo del abrigo como un segundo vestido. Abrió la puerta y se sentó en el suelo sin mirarme y una bocanada de olor a invernadero salió a recibirnos como si todas las flores de dentro -en jarrones de cristal, de cerámica, de porcelana, en botes de lápices, en botellas de leche de cristal, en maceteros colgados del techo y en grandes macetas a los lados de la cama, trepando por las paredes, secas dentro de cuadros, esparcidas por el suelo, en latas de Coca-cola- nos saludasen a la vez. Decían que era rara porque siempre llegaba tarde a clase, a veces con un tulipán detrás de la oreja y el pelo sucio y revuelto, o con una corona de flores pequeñitas y blancas de esas que te encuentras en los lados de los caminos de los parques y que no huelen tan bien como piensas que van a oler. Pero a mí me gustaba la manera que tenía de sonreír con el hueco ese de niña pequeña entre las palas, donde yo imaginaba siempre prendido el tallo de una margarita. Su habitación estaba llena de gotitas de vapor condensado como el interior de un jarrón. Me dijo que me sentase a su lado mientras ponía música y mordisqueaba un pétalo de magnolia, y al acercarme derramé sin querer una taza de té de porcelana que había por el suelo, y que estaba decorada con pintura de flores. Encima de la mesa había un plato con una mandarina entera y otra media en descomposición. y varios vasos de agua con mosquitos flotando en la superficie. Se oía como un ruido de goteo incesante. Cuando llegaba el verano venía a clase rodada por una nube de abejas que se escondían entre su pelo y que salían de los bolsillos de su mochila cuando los abría para buscar un lápiz. Almorzaba sola en un rincón un sándwich de pétalos de rosa y un termo de leche caliente con miel. Yo la miraba desde mi asiento mientras me tomaba mi bocadillo de longaniza y veía cómo ponía algunas gotitas de leche sobre su dedo índice y alimentaba a las abejas, que bebían de su dedo mientras ella les acariciaba con la otra mano las alitas y el cuerpecito peludo, y me subía mucho calor por todo el cuerpo y tenía que mantener la vista ocupada en otra cosa y prestar mucha atención durante la siguiente clase para quitarme esa imagen de la cabeza. El día que me invitó a su habitación me puse muy nervioso. Me la imaginaba dándose baños de leche con miel en la bañera como una sirena, devorando distraídamente un clavel, y se me dilataban las pupilas. Era la chica más rara de clase porque en pleno invierno cortaba flores del paseo del parque para adornarse el pelo y llegaba con el cuello plagado de collares de narcisos que se marchitaban a las pocas horas. El día que me invitó a su habitación me ofreció compartir una mimosa con ella y descubrí que las flores saben a azúcar y que calientan el cuerpo en los días de invierno y que, efectivamente, se daba baños de leche con miel todas las noches.

El abrigo.

     

Hoy he tendido una lavadora con el abrigo y la bufanda puestos, porque la ropa mojada estaba muy fría y porque justo me tenía que ir ya de casa y como siempre estaba cerrando la puerta y mierda, me he olvidado de la lavadora y mamá se enfadará si no la tiendo, y vuelta a entrar y a poner el tendedor y a tender las sábanas mojadas como fantasmas resfriados con el abrigo de paño, ese que dice mamá que no me abriga nada y que por eso estoy siempre de bajón y poniéndome mala. Ojalá la tristeza viniese de algo tan simple como el frío o la regla, pero ya me canso de poner siempre el dolor de ovarios como excusa, o que estoy ovulando; todo sea por buscar una fase en la que esté fisiológicamente más sensible, naturalmente. Encadenar la regla con la ovulación y si tengo un mal día pues será por el cuerpo o por el frío que hace fuera o porque está nublado o por llevar un abrigo de paño. Todo sea por pasar de puntillas por encima de los problemas, cogerlos entre los dedos con cuidado como sábanas mojadas en invierno.

Luego hemos ido a comer a casa de la abuela, que ha hecho patatas a la riojana, un plato que nunca habría comido por gusto en cualquier otro sitio (yo que toco el cielo con una tortilla francesa o con una ensalada de tomate con pimienta) pero que en casa de la yaya me han sabido a gloria, como una poción regenerativa. Esto está delicioso yaya, y mi abuela explicando que es porque las ha cocido durante tres horas, y papá diciendo que sabe a huerto y a tierra, que es lo que siempre dice de una comida cuando le gusta mucho. Y mamá hablando de pato a la naranja, y mi abuela diciendo que el mejor pato a la naranja lo tomó en Biarritz, de cuando mis abuelos iban con sus amigos a ver a la frontera francesa las películas que estaban prohibidas en España, aunque algunas no le gustasen a mi abuela. Siempre me cuenta que fueron vestidos con gabardinas a París y que cuando volvieron solo les quedaban cien pesetas, y que se reian tanto en los bares de Montmartre que lloraban. Qué bien nos lo hemos pasado, madre mía, dice siempre un poco triste después de contarme sus historias en Francia. Y yo asiento porque la verdad es que la comprendo.

Me he quedado dormida en la cama de mi tía durante una hora y media, hibernando con la ropa puesta, encogida bajo el edredón, con la tripa llena de patatas a la riojana y queriendo quedarme allí para siempre, no despertar, no saber nada de nada ni de nadie. Últimamente duermo demasiado y creo que es por llevar un abrigo de paño que no calienta. Al despertar han empezado a sonar tambores abajo y resulta que había una cofradía entera debajo de casa, y sonaban como si se acercase el juicio final. Una cofradía salida de a nada en el Coso paseando un paso de Semana Santa. Nos hemos asomado todos a la ventana, papá quejándose de que se hubiesen adelantado tanto tiempo para darle la lata. En una de las ventanas del edificio de enfrente había un chico asomado con un pijama blanco, y no sé por qué me ha parecido el protagonista de Carreteras Secundarias, Felipe, y me he quedado mirándolo a ver qué hacía. Detrás de él había una habitación iluminada por una luz amarilla y un sofá rojo, como si fuese el atrezzo de un teatro. Felipe se ha dado la vuelta y se ha tirado sobre el sofá y se ha puesto a comer patatas fritas de una bolsa mientras miraba la tele, y me ha hecho gracia porque estaba muy lejos y no podía tener ni idea de que alguien lo estaba mirando en ese momento.

Cuando volvía a casa por el Paseo de la Independencia con mi abrigo de paño que no abriga pensando en todo el trabajo que tengo que hacer había una sola estrella en el cielo, justo delante de mí. Y he sonreído porque me he acordado de las clases de Literatura Medieval y del Auto de los Reyes Magos y he seguido caminando todo recto para hacer como que la seguía y que me iba a llevar a casa o algún sitio interesante, pero en la plaza Aragón la he perdido y he cogido el bus para subir a casa sin seguir más luz que la de las farolas. Pero bueno, ha sido bonito.

Guia para sobrevivir a los dias rojos de Holly

No, no me refiero a la regla (que también tendrá algo que ver), sino a los días rojos que tenemos todo hijo de vecino. Por si no has visto Desayuno con diamantes, cosa que dudo, te explico:




La heroína de Truman Capote ya tiene solucionado el problema, pero en el caso de que no tengas un Tiffany's a que ir para refugiarte hasta que se te pasen las penas o un vecino al que ligarte, te dejo con una pequeña lista de cosas que me suelen ayudar a pasar el mal trago y a hacer que el rojo se degrade poquito a poco en algo menos premenstrual:

1.      No te quedes solo. Aislarse es sinónimo de encerrarse en sí mismo y eso lleva a una vista directa al precipicio. Si hace falta, yo hablo hasta con el perro.

2.      Muévete. No te quedes abrazando un cojín en el sofá con la mirada perdida en una esquina de la habitación sintiendo mucha pena de ti mismo porque no. Y no llores, porque si lloras significará que te has rendido y será muy difícil rescatarte de debajo de varias capas de fango.

3.      Habla con alguien bueno. Mi esteticién, que es una mujer muy sabia, dice que las tristezas compartidas se reducen a la mitad. Habla con alguien que sepas que te va a hacer bien, aunque sea solo para que te cuente cómo le ha ido el día. 

4.      Si te sientes una mierda probablemente sea porque estás hecho una mierda. Igual si te quitas la camiseta de ir por casa cinco tallas más grande y llena de lamparones y te duchas y te dejas sacar de casa un poquito a oler perfumes o a mirar discos o a comer un kebab, te encuentras mejor. Igual solo tenías hambre después de todo.

5.      Bebe. Alcohol.

6.      No escuches música triste (por razones obvias).

7.      No veas comedias románticas, a no ser que sean Love Actually o que tengan una gran dosis de humor o que tu problema no sea  de tipo amoroso (cosa que dudo, porque, ¿qué otro tipo de problemas puede haber?)

8.      Desconéctate de Internet un rato. Levántate y hazte algo rico de comer. Cómetelo viendo dibujos animados. Los dibujos animados lo curan todo.

9.      Déjate querer. Pero no te pases.

10.  Si todo lo anterior falla, desnúdate, métete en la cama, léete un cómic, abraza a tu osito de peluche y hasta mañana. Ese es el verdadero Tiffany's.

C'est drole, les cons, ça repose; c'est comme le feuillage oublie des roses

  

Et puis après c'est toujours la même routine, tiens. Il n'y a qu'à voir le cours de Français, lundi et mercredi, de 18:45 à 21h, le passé composé, le futur, la négation, les exposées, regarder à travers de la fênetre, dessiner sur la feuille, donner son avis sur des tas de choses à lasquelles on n'y pensera plus jamais, et puis sortir gêlée jusqu'au bout des doigts, prendre le bus, regarder avec des yeux louches la lumière orange des lampadaires et puis s'endormir à moitié pendant le trajet, sous l'écharpe, sous la musique. Toujours la même musique, depuis trois ans. Toujours la même sensation les soirées où il n'y a rien à faire appart lire, écrire, écrire encore je ne sais plus quoi exactement, promener le chien, parler avec des gens qui sont loin, toujours loin, des gens qui partent tout le temps loin et qui sont quand même plus proches que tous les gens qui sont physiquement proches. Passer la nuit à récomposer des morceaux de pensées, de mémoires, quand c'est tout ce qui reste, quand c'est tout ce sauve de se noyer dans le noir dans des draps trop blanches, trop immaculées, où j'avais parfois imaginé que je pouvais arrêter le temps avec un sourire et deux ou trois mots bien choisis. Toujours la ptite fille qui serre le nounours contre son corps, la ptite fille qui grandit mais pas trop, qui travaille mais pas trop, qui n'est jamais assez gentille qu'elle voudrait. Qui se trompe, qui fait du mal aux autres, et puis qui s'en foute du mal, et puis qui pleure, et puis qui dort. Et puis qui se réveille, et puis qui prend une douche, et puis qui va en cours, et puis après c'est toujous la même routine, tiens.

Esto lo escribi hace mucho.




Ven, sujétame, acerca la nariz a mi cuello, ¿ves qué bien huelo? Me he puesto crema de la de mamá para saberte dulce. Mira, así, sujétame la cintura con las dos manos. Con los dedos extendidos. Sujétame fuerte, como si me fuse a desintegrar encima de ti, como si fuese a disolverme en una montañita de arena. Arráncame las malas hierbas que han hecho raíz y se han extendido por todo mi cuerpo, esas que he regado sin querer en todas esas noches que me iba a la cama tan sola y lloraba un poco antes de quedarme dormida. Han sido más noches de las que quiero admitir, y las raíces han crecido y se han clavado más en la piel y los tallos me han rodeado sin orden ni concierto, asfixiándome, introduciéndose por todas las grietas y dejándome sin energía, como esas enormes hiedras que envuelven a los árboles y los dejan convertidos en estatuas de piedra. Arráncalas de raíz, sin piedad. Así. No duele, no te preocupes. ¿Ves cómo va reviviendo la piedra poco a poco? Mira, pasa la mano por aquí. No lo notas, pero hay como unos surcos que me traspasan la piel, unas carreteras diminutas para las yemas de los dedos. Estos surcos los sentí abrirse y sangrar hace unos meses, cuando iba hacia la universidad con la carpeta entre los brazos. En ese momento estuve completamente segura de que me iba rompiendo en cachitos a cada paso, como el tío que sale en el videoclip de Ordinary Man, de Chinese Man. Me extrañaba que la gente no pudiese verlo, y me daba miedo no ser capaz de llegar a clase, quedarme a orillas del estanque de la city como un jarrón al que alguien hubiese dado una patada. Trocitos infinitos de espejo agitándose junto a una carpeta abandonada. Tú no lo ves, y me alegro, pero todo esto ha estado abierto, y dolía tanto que no podía levantarme porque no conseguía encontrar qué trozo iba con qué trozo. Por eso tienes que sujetarme fuerte, porque aún quedan surcos y a fuerza de darme duchas y de dejarme sacar de casa he construido una coraza que por ahora funciona muy bien y con la que puedo hacer muchas cosas. Pero no se puede traspasar. No sé si eso está bien. Me estoy convirtiendo cada vez más en otra persona, en un personaje de sangre fría y pestañas muy negras que creé hace mucho, para divertirme, cuando yo era toda leche con miel y descansaba como un trofeo en lo alto de un pódium. Ahora que me he caído y me han roto parece que busque continuamente el límite de trocitos en los que puedo romperme, el límite de amargura que puedo llegar a sentir con la dulzura de pensar que aún soy joven para agriarme. Parece que busque continuamente aire en el fondo del océano. Pero no pasa nada, eh. Estoy bien. Ven, no te preocupes. Ya he visto que ese límite no existe. Ven a respirarme, a darme aire. Intenta unir mis pedazos si quieres. Al menos lo habrás intentado.

Tu me dis "je vais reprendre mon train tout à l'heure et je sais pas quand on va se revoir".
Moi j'ai beau essayer de te rassurer,
de te promettre qu'il faut pas que tu t'en fasses, 
tu me répétés "on sait jamais".
Alors non, évidemment, on sait jamais. 
On sait jamais ce que la prochaine nuit nous réserve, mais toutes les autres non plus si tu vas par là. 
Pace qu'après tout y'en a bien qui s'endorment dans leur baignoire ou avec une cope allumée.
C'est sûre que personne ne peut savoir de quoi demain sera fait. 
Il y a tellement d'histoires, tiens rien que la fameuse légende urbaine du gars qui sort s'acheter des clopes et qui se prend une caisse en bas de chez lui parce qu'il regarde son téléphone.
Tu vois, moi aussi j'ai peur, j'ai peur en permanence qu'on m'annonce une catastrophe ou qu'on m'appelle des urgences.
Mais on a la chance d'être ensemble, de s'être trouvés tous les deux, c'est déjà prodigieux. 


Estos días querría volver a París. Irme una mañana con cuatro cosas en una bolsa, leer en el aeropuerto alguna novela muy lejana. Alguna de Balzac o de Terenci Moix o de mis victorianas, que me enseñaron a sentir cuando aún no sabía. Coger el avión con una sonrisa tranquila. Esperar en la fila para subir las escaleras mientras el viento me agita el vestido. Dormir durante todo el vuelo. Coger un taxi desde Beauvais y perder la tarde entre las calles del centro. Encendería la música y respiraría muy fuerte y me dejaría sumergir en una tristeza tibia y soportable, pensaría que la ciudad sigue siendo igual de bonita, que eso no ha cambiado. Me acordaría del primer verano que la exploré y de lo feliz que había sido perdiéndome completamente sola entre sus calles, con el pelo más largo y el corazón más pequeño, con un mapa y un paraguas en el bolso, hablándoles en inglés a todos los camareros en los cafés. Redescubriría la ciudad, ni triste ni feliz. Serena. Curándome con los atardeceres que aquí no puedo conseguir. Con el aire que sopla en lo alto de Montmartre que la ventana de mi habitación me niega y que necesito tanto.  

Anatomia de las marisoplas.


Las mariposas, pertenecientes al orden de las lepidópteras, son como las libélulas pero más bonitas y tienen las alas dibujadas. Tienen ojos grandes y escamas en las alas que no se ven y no les sirven de nada porque cuando las coges entre dos dedos aunque lo hagas con mucho cariño se rompen igual. También tienen antenas que les sirven para conservar el equilibrio cuando vuelan pero a veces se rompen también porque son muy finas y entonces las mariposas se caen. Las mariposas nocturnas reposan sus alas en forma vertical y las diurnas en forma horizontal para que los rayos del sol les den bien. Se conocen unas dieciocho mil especies en todo el mundo. Las más grandes miden hasta veinticinco centímetros y viven en Melanesia. La mariposa más pequeña puede medir menos de uno. Las mariposas experimentan una metamorfosis que las lleva de ser larvas que dan asco a crisálidas, que son como edredones debajo de los que se refugian cuando no quieren salir, pero luego acaban saliendo con las alas ya formadas y se ponen a volar y se van. Por las señales que emiten con la antena derecha y los tics de sus alas en reposo, se sabe que a veces a las mariposas les gustaría volver de vuelta a la crisálida. Esto ocurre con mayor frecuencia en las mariposas nocturnas, porque las diurnas salen a tomar el sol y eso les sienta muy bien.

La fiesta.

Todo empezó cuando Dani dijo que sus padres se iban a pasar unos días a Cancún y le dejaban un fin de semana la casa toda para él, para desvirgar. Nosotros sabíamos perfectamente que, como para todos los padres, Cancún era sinónimo de pasar tres días encerrados a cal y canto en la habitación del hotel del centro, ese que tiene la figura de un caballero medieval encima de las letras del nombre, pero nos callamos porque somos buenos amigos y sabemos que al pobre Dani aún le queda mucho por vivir, y porque si sus padres se iban a follar fuera de casa sería por alguna buena razón. Así que un día al final de clase, cuando estaba metiendo las cosas en la mochila, se me acercó Elena y me dijo que iban a instalarse en su casa el viernes por la noche para hacer una pequeña fiesta, cenar y ver una peli. 

La puerta del piso estaba mal cerrada y entramos sin llamar. Como siempre, llegamos tarde y al aparecer todo el mundo se giró de golpe para clavar su vista en nosotras. El salón de Dani -un salón rectangular normal y corriente de clase media de esos con baldosas, con los DVDs cuidadosamente alineados en una estantería de cristal encima de la televisión, sofás color verde oscuro con mantas que huelen a viejo y cuadros que parece que alguien los haya estampado contra las paredes sin mirarlos antes- estaba envuelto en una humareda de cigarro tan densa que parecía que acabásemos de abrir la puerta de una chimenea. Había gente sentada en los sillones y por el suelo, pero ni rastro de pizzas ni de peli. Una sombra se levantó y avanzó agitando los brazos hacia nosotras para abrirse paso entre el humo. Era Dani, quien, no sabiendo qué decir, nos guió hacia una esquina de la habitación, donde nos sentamos en el suelo intentando que no se nos viesen las bragas. No conocíamos a la mitad de las personas así que no abrimos la boca. La gente fumaba y bebía ante la atenta mirada de Dani, que estaba cagado pensando en sus padres paseando por las playas de Cancún y esperando su casa intacta a la vuelta. Un chico me ofreció al rato una taza con dibujos de peras y manzanas llena de Martini. 

A lo largo de la tarde comenzó a venir cada vez más y más gente. Los vecinos de enfrente, alarmados por el humo que se había colado ya por las rendijas de su puerta, acudieron creyendo que había un incendio y luego ya que estaban se fumaron un porrito para calmarse. Amigos de amigos de gente exigían vasos de plástico, y alguien llenó de hielos el fregadero y la mitad de un cajón del dormitorio de Dani, y de paso se quedó con su caja de condones -que, seamos sinceros, nadie sabíamos para qué tenía-. Un chico con una camisa a cuadros se empeñó en poner Time to pretend con su Ipod, en consonancia con la originalidad del salón. Me levanté con la taza en la mano y la dejé encima de un montón de libros de Dani para ir a mear. Uno de ellos era El diario rojo de Carlota, y estaba marcado por un separador en la página donde se explicaba con dibujitos dónde se encuentra exactamente situado el clítoris. Él lo había redondeado con un rotulador rojo. En el baño había unos liándose en la bañera a duras penas. Volví para buscar a mi amiga, pero había desaparecido. Dani bailaba solo Boom boom de Rye Rye -que probablemente había puesto el mismo chico de la camisa a cuadros-, y no me escuchó gritarle por encima de la música y de la borrachera, así que me quité los tacones y se los tiré a la cabeza. Él se encogió de hombros preguntándome qué pasaba con una mueca, y yo le señalé con la cabeza la puerta. 

Salimos al rellano. Le dije que me iba, que me estaba mareando y que no encontraba a mi amiga y que además este vestido era demasiado corto y se me veían las bragas y encima había dos magreándose en el baño y no podía mear y que me iba. Me dijo que a él gustaba mi vestido, y que le gustaba que se me viesen las bragas. Me reí en su cara de su cara de niño, acordándome del dibujo del clítoris rodeado con un círculo rojo, de mano temblorosa, y le dije que para qué coño tenía una caja de condones si follaba menos que la madre Teresa. Y que me iba ya que se me hacía tarde. 

Al final vino la policía porque olía a maría desde el barrio de al lado, y se llevaron a todo el mundo y dejaron la casa como si unos ladrones la hubiesen atacado, le hubiesen prendido fuego y lo hubiesen intentado apagar con toneladas de hielo y vodka blanco con limonada del Mercadona. Los que estaban en la bañera rompieron la cortina y no pudieron esconderse, y también se los llevaron. Dani y yo volvimos cuando todo el mundo se había ido ya. Nos encontramos delante de la puerta de casa, que humeaba aún un poco con un hilillo negro como de calma tras la tempestad. El chico de la camisa de cuadros no había tenido tiempo de coger su Ipod y Jake Bugg sonaba muy bajito aún en los amplificadores, y había botellas rodando por el pasillo muy despacito, y charcos y hollín y cigarrillos apagados sobre los reposabrazos del sofá. Alguien se había cargado un jarrón y un cuadro. Todos los cajones de la casa estaban puestos boca abajo por el suelo. Un rastro de comida recorría en línea recta el pasillo. "Bueno, no ha estado mal la fiesta" dijo Dani, sonriendo con cara de estúpido a mi lado, con las bragas hechas un gurruño en la mano.


Lunes, 21:28.

El ansia de poseer de Ginebra no era física, en realidad. Era un deseo inexplicable, como el de un niño pequeño que empieza sentir impulsos que no sabe cómo explicar y que nunca sabrá como explicar, que quedarán enterrados debajo de montones de cosas más importantes, grandes como elefantes de tela. El ansia de poseer de Ginebra era un ansia porque quería poseer cosas imposeíbles. Quería poseer imágenes, sensaciones al vuelo, mordiscos al aire.

Esa chica sentada sobre su maleta en el suelo sucio del andén, un golpe de vista con una sonrisa dispersa entre las dos cascadas paralelas de pelo casi blanco a la luz de los focos, como una nómada con tacones. El niño de pelo rizado que había corrido verdaderamente esperanzado delante de su madre intentando alcanzar el autobús en el que se alejaba sin dejar de decir adiós con la mano la niñita a la que acababa de conocer hacía unas cuantas paradas. Las luces que se apagan al otro lado de la ventanilla del autobús cuando se aprieta la frente contra el cristal en un mareo de cansancio. La mirada del hombre con gafas en el paso de peatones a la mujer que caminaba con las manos en los bolsillos de los vaqueros. La declaración repentina de amor que un desconocido le había hecho una vez a Sabina en el metro de Barcelona. El chaval que leía solo en mitad del parque como un náufrago, la espalda apoyada en el tronco de un árbol raquítico.

Las farolas de la ciudad y el neón que perforaba la cabeza. Los labios de algún desconocido sin rostro deslizándose entre la multitud, las miles de caras que luego se le aparecían en sueños. Las casualidades que juraba recordar y que se le olvidaban en cuanto salía de la ducha. Esa sensación tan extraña de impertenencia al mirarse al espejo desnuda, de frente y de costado, cuando se miraba y se veía así como de golpe y sin avisar, y durante unas centésimas de segundo no sabía decir quién era la chica tan sorprendida y blanca que la miraba desde el otro lado y le daba como una especie de vértigo. A veces se sentía como una cámara dentro de una carcasa, como la prueba viviente de que la vida está demasiado bien planificada como para no ser el guión de una película muy superior.

Incluso a veces llegaba a sentir -y esto era de lo más perturbador- que ella misma era uno de esos suspiros que intentaba retener en su bote de cristal como si fuesen mariposas, y que no era más que eso. Una sombra que alguien había visto por la calle y de la que había imaginado una historia. Cuando pensaba en esas cosas le daba un vértigo muy grande y corría enseguida a meterse debajo del grifo de la ducha.

De heroes.


   
Qué harta estoy de los personajes demasiado completos. Cada día que pasa me gustan menos. Me refiero a los personajes curtidos, los personajes que siempre saben qué hay que hacer y que en las películas nadie entiende por qué hacen lo que hacen pero todos los admiramos y los entronizamos y queremos ser como ellos. Me refiero a estos personajes encarnados por prostitutas guerreras con un pasado oscuro y dos hijos a su cargo, de ojos oscuros y caninos de mamá leona, o de guerreros sin pistola a los que todo el mundo respeta, o de adolescentes experimentados que saben más que los adultos y que deciden lanzarse al mar saltando desde un muelle porque soportan más de lo que nadie soportará en toda su vida. Me refiero a los supervivientes de guerras nucleares del futuro, de androides, de inmortales, de monstruos arrepentidos, de cazadores de zombies o extraterrestres. De héroes. Qué harta estoy de los héroes.  Ya no me gustan un pelo. Porque no son más héroes que nosotros y nosotros nos creemos que sí. Porque ser un héroe no es aguantar una infección de zombies, sino levantarte todos los días de madrugada con una taza humeante entre las manos sabiendo todo lo que te falta y sobreponerte en cada sorbo de café a las grietas que te recorren el pecho, y vestirte y calzarte y salir con toda tu vida dentro de un bolso a enfrentarte con el día que te espera, día tras día.  Porque ser un héroe no es celebrar la victoria coreado por el resto de héroes, sino quedar un día cualquiera con otras personas incompletas, y reíros de todo. Porque, vamos a dejarlo claro, un héroe no vence. Un héroe sobrevive. Y hay mucha más oscuridad en la vida real, y hay muchos más monstruos disfrazados de personas en la vida real que en cualquier libro. 

La cabeza a pajaros.

En realidad me gusta verme así, delante del espejo con un vestido geométrico y tacones diciéndome a mí misma que al librarme del pelo que me bajaba por la espalda me he deshecho con él de todos los errores que me perseguían, los errores que todos tenemos pegados a la piel y que intentamos cortar para que no se nos enreden delante de los ojos. Me gusta verme así, con la nuca despejada, con la cabeza libre, como una de esas chicas que se miran y se ven tan bien y como se ven bien tú las ves bien. Como esa chica que se quedó dormida en el metro de Nueva York y acabó sentada en la arena de la playa comiéndose un trozo de tarta, con el vestido de noche manchado de arena y sin bolso. Sin tormentos, sin lágrimas, con las pupilas firmes, como esa gente que habla de llorar mientras se ríe, con la cabeza libre, ligera, a pájaros.

El vestido blanco de Ginebra.

Ginebra tenía muchos vestidos, porque desde hacia algunos años había decidido que el vestido era lo más cómodo y bonito para llevar, y siendo así, por qué rebajarse a cualquier otra prenda más incómoda que revelase, al pegarse a ellos, la redondez de sus muslos. Conforme pasaban los años la colección de vestidos  había ido aumentando y evolucionando, ya que en cuanto Ginebra descubrió el negro ya no se volvió a separar de él, y nunca más pudo respirar fuera de los colores oscuros y apagados. Como esos peces que viven en las profundidades abisales del océano, donde ya sobra la luz. 
Sin embargo, aún guardaba un vestido blanco en una esquina de su armario, colgado como una paloma blanca. Era un vestido que ya le quedaba pequeño, ajustado y de manga corta, con un escote circular y flores bordadas. Con ese vestido había llevado el pelo largo, con ese vestido había ido al teatro con Maurice y había estudiado el bachillerato. Con ese vestido se había acostado por primera vez con Arcadio. Con ese vestido había paseado por el centro con Sabina y, una tarde de verano que se preparaba para salir, después de hacerse un moño deshecho y pintarse los labios de un rojo reluciente, se había encontrado más guapa que nunca frente al espejo que tenía a los pies de la cama, iluminada por los rayos suaves del sol. Había permanecido mirando su reflejo resplandeciente y tocándose el hombro durante al menos un minuto, sin creerse lo que estaba viendo. El vestido brillaba, el rojo brillaba y ella brillaba, ella, que siempre se miraba de reojo antes de salir con una mueca de resignación. Luego se había cortado el pelo y se había comprado vestidos negros, y el sol nunca había vuelto a sonreirle de esa manera ni el vestido a quedarle tan bien. Por eso no quería tirarlo, porque en ese vestido demasiado pequeño de tela barata se encontraba la mitad de su pasado deshilachado, las huellas de los dedos de Arcadio, el aroma del té con Sabina y el momento en el que otra Ginebra se le había aparecido bajo los rayos del sol, una Ginebra blanca y resplandeciente, inocente como una margarita.

Instrucciones para dejar de llorar.

       
Suénese los mocos para poder volver a respirar. Dele la vuelta a la almohada. Encogiéndose sobre usted mismo, abrácese con fuerza a su propia cintura y esconda los hombros debajo de las sábanas. Evite mirar al techo. Evite pensar en lo fría que está su espalda. Respire hondo varias veces con la intención de elidir un ataque repentino de hipo hasta que deje de dolerle la parte interior de la nariz y las mejillas. Apriete algún peluche contra su pecho; uno no muy grande. Encogiéndose sobre usted mismo para evitar que el calor se escape, cierre con parsimonia los ojos mientras sonríe (esto puede que requiera más de un intento) y mantenga la sonrisa hasta que deje de escuchar a su corazón latir y los ruidos que hace el vecino de al lado destrozando el salón.

La sexta estacion.

     
 
Cuando he dejado atrás Zaragoza llovía, y un viento huracanado me sacudía el flequillo y golpeaba las copas de los árboles contra los cristales de la estación. Pero en el tren ha salido el sol, y a través de la ventanilla que bailotea se extienden ante mí campos y campos de hierba dorada y antenas que parecen gigantes de hierro y estaciones vacías rodeadas de casas que en su calma fatigada de señoras venidas a menos parecen, bajo esta luz de mediodía que no calienta, sacadas de uno de esos libros sobre la guerra civil. En cuanto me he sentado en el asiento y he creado un acompañante con mi abrigo y mi bolsa, se me han desanudado las ideas y he dejado de tiritar de frío. Ahí te quedas, Zaragoza, con tu mierda de lluvia y tu viento de aguanieve que se cuela por las rendijas de mi ventana y me hace apretar los pies contra el radiador. Conforme me iba alejando se me iba templando todo el cuerpo como un dibujo animado azul de frío al que le va subiendo el color rojo por las piernas, y por primera vez desde hace meses me he atrevido a sacar el papel y el boli de la bolsa y ahora bebo de las palabras como un saxofonista que acabase de recuperar el aire en sus pulmones. Será verdad que solo sabemos escribir en trenes. Será verdad que solo sabemos pensar en trenes. Lo que sí es cierto es que necesitaba este bamboleo, este asiento, esta ventana de tierra arada y sol para dejar por fin atrás en la carrera a la nube negra que lleva persiguiéndome todo el mes como una piedra en el zapato y sentirme de una vez indiscutible, invariable, serena, exaltada y dulcemente 
sola.

Suave.

Me acuerdo de una sensación del curso pasado que era como cuando sales a la calle una tarde cualquiera de invierno y hueles las calefacciones de la ciudad recién puestas dorando las calles. En realidad no tiene nada que ver porque ese olor y esas tardes me vienen de mucho antes y son una magdalena de Proust diferente, pero se pueden comparar porque las dos sensaciones eran suaves. Me acuerdo también de cuando este verano Meganlaprofesoradecanadá nos hizo describirnos a nosotras mismas con una sola palabra y yo elegí smooth. No sé si pensaba en esto. Es posible. El caso es que es una sensación que identifico ahora con imágenes sueltas como estar sentados en las repisas de las ventanas de clase, o perseguirnos por las escaleras porque sí, o decidir que estábamos muy cansados para ir a clase y quedarnos sentados en un banco al sol, al lado de las taquillas, con las piernas cruzadas como indios. De pensar que lo que estábamos haciendo entonces era lo difícil (igual que lo pensamos ahora). De pensar que estábamos en un momento decisivo cuando no éramos más que críos, cuando en realidad los recuerdos que tengo, incluso los peores, están envueltos en la misma áurea dorada que la de los atardeceres con calefacción. Como una especie de paz absoluta a pesar de todo, una paz que sé que solo tengo con ciertas personas. Y es una sensación que se ha ido de golpe y que intento recomponer, cachito a cachito, desde lejos o desde cerca, o por pocos días, para que al menos me deje un sabor de boca suave cuando se vuelva a ir.



El rayo de luna.

Érase que se era una fiesta en una casa con las ventanas cerradas y los postigos echados y una nube de humo de mandrágora muy grande que salía de los cigarrillos y se metía entre los rizos del pelo de las chicas que hacían bailar las pestañas y las faldas y las uñas sobre las boquillas de medio metro de sus cigarros y los vestidos de seda que caían por los hombros blancos y acariciaban las pajaritas de los señores. A medianoche se coló un rayo de luna muy pequeñito por la rendija de una puerta y se proyectó contra las baldosas porque la música le había despertado y quería ver a todas las mujeres con los vestidos y los cigarros de metal de medio metro y a los hombres con la barriga enfundada en el esmoquin y los puros que hacían humo negro. Una de las mujeres que era su madre se separó del grupo y fue a decirle que se volviese a dormir. El rayo de luna le dijo que tenía miedo de volver a su habitación porque el pasillo estaba oscuro y creía que había monstruos escondidos en su armario. "No seas tonto" le dijo su madre "allí no es donde están los monstruos." Y lo mandó de vuelta a la cama.

    


Cuando era pequeña siempre llevaba un diario personal, de esos en los que empiezas escribiendo "Querido diario, dos puntos, párrafo" y que olvidas al cabo de unas semanas, meses a lo sumo, porque cuando lo relees te das cuenta de que te importa más bien poco lo que has hecho hace unas semanas, y porque lo importante no te atreves a apuntarlo, no sea que sobre el papel se vuelva más real. O porque solo escribes cosas tristes que luego no quieres releer. Pero hoy me he dado cuenta de que debería volver a apuntarme las cosas que voy haciendo, lo que se me ocurre de repente, no por mí, sino para ellos, que están al otro lado del teléfono, al otro lado del teclado, para no decirles siempre "bien, bien" o quedarme colgada con el aparato en la oreja y la boca entreabierta intentando recordar algo que quería decir. Para no andar  pensando "ay, podría haberle contado esto o lo otro" mientras recojo los apuntes de encima de la cama a medianoche, o "ayer hice esto y lo otro (y entre paréntesis, omitido, elidido y sincopado "y tú no estabas")". Para recordar todas las películas que hay que ver, todos los sabores de té que hay que probar, todos los platos que hay que cocinar, para hablar como si discutiésemos alrededor de una cachimba de manzana, o sobre una litera. Para probarles que sigo ahí. Para probarme que siguen ahí. 

Ababol y Marisopla.

       

Todo lo que dice Cortazar esta siempre mejor dicho.

Mira, no pido mucho,
solamente tu mano, tenerla
como un sapito que duerme así contento.
Necesito esa puerta que me dabas
para entrar a tu mundo, ese trocito
de azúcar verde, de redondo alegre.
¿No me prestás tu mano en esta noche
de fìn de año de lechuzas roncas?
No puedes, por razones técnicas.
Entonces la tramo en el aire, urdiendo cada dedo,
el durazno sedoso de la palma
y el dorso, ese país de azules árboles.
Así la tomo y la sostengo,
como si de ello dependiera
muchísimo el mundo,
la sucesión de las cuatro estaciones,
el canto de los gallos, el amor de los hombres.



-Happy New Year, Julio Cortázar

Cosas que debi haber escrito en el avion y no pude.

Sus padres se reían de ellos porque ya eran adultos pero vivían como niños. Con las emociones a flor de piel, circulando plantas trepadoras de colores por las venas. Niños salvajes encaramados a una litera, nórdico arriba si tenían frío, nórdico abajo cuando se acordaban de poner la calefacción. Remoloneando, echándose perfume, leyendo cuentos infantiles tumbados boca arriba, buscando entre el desorden migas del pan de ayer para devorar con chocolate cuando tenían hambre. Si se cansaban de estar en casa salían a subir y bajar las escaleras de los túneles del metro cogidos de la mano o a adormilarse uno encima del otro en un banco de piedra con vistas a la ciudad entera y unas corrientes de aire que les hacían temblar de frío como gorriones. Cuando tenían sed, compraban zumo y coca-cola. Se vestían y desvestían uno enfrente del otro, hablando o en silencio, como si lo hiciesen delante de un espejo. Reían con locura y lloraban también con locura. Y cuando llegaba la madrugada y la ciudad dejaba de ser acogedora y se volvía naranja y borrosa bajo la lluvia, ambos se entregaban sin pensarlo a un sueño profundo y pesado, vacío de imágenes y de colores, cálido, un sueño que solo se tiene durante la infancia, cuando duermas donde duermas estás convencido de no dormir solo.


      

Menos mal que al bajar del avión tengo un gato de tormentas para secarme las lágrimas y darme un trozo de pastel de zanahoria y devolverme todo el calor que me he dejado aparcado en el Paguí de la Fgans.

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