La fiesta.

Todo empezó cuando Dani dijo que sus padres se iban a pasar unos días a Cancún y le dejaban un fin de semana la casa toda para él, para desvirgar. Nosotros sabíamos perfectamente que, como para todos los padres, Cancún era sinónimo de pasar tres días encerrados a cal y canto en la habitación del hotel del centro, ese que tiene la figura de un caballero medieval encima de las letras del nombre, pero nos callamos porque somos buenos amigos y sabemos que al pobre Dani aún le queda mucho por vivir, y porque si sus padres se iban a follar fuera de casa sería por alguna buena razón. Así que un día al final de clase, cuando estaba metiendo las cosas en la mochila, se me acercó Elena y me dijo que iban a instalarse en su casa el viernes por la noche para hacer una pequeña fiesta, cenar y ver una peli. 

La puerta del piso estaba mal cerrada y entramos sin llamar. Como siempre, llegamos tarde y al aparecer todo el mundo se giró de golpe para clavar su vista en nosotras. El salón de Dani -un salón rectangular normal y corriente de clase media de esos con baldosas, con los DVDs cuidadosamente alineados en una estantería de cristal encima de la televisión, sofás color verde oscuro con mantas que huelen a viejo y cuadros que parece que alguien los haya estampado contra las paredes sin mirarlos antes- estaba envuelto en una humareda de cigarro tan densa que parecía que acabásemos de abrir la puerta de una chimenea. Había gente sentada en los sillones y por el suelo, pero ni rastro de pizzas ni de peli. Una sombra se levantó y avanzó agitando los brazos hacia nosotras para abrirse paso entre el humo. Era Dani, quien, no sabiendo qué decir, nos guió hacia una esquina de la habitación, donde nos sentamos en el suelo intentando que no se nos viesen las bragas. No conocíamos a la mitad de las personas así que no abrimos la boca. La gente fumaba y bebía ante la atenta mirada de Dani, que estaba cagado pensando en sus padres paseando por las playas de Cancún y esperando su casa intacta a la vuelta. Un chico me ofreció al rato una taza con dibujos de peras y manzanas llena de Martini. 

A lo largo de la tarde comenzó a venir cada vez más y más gente. Los vecinos de enfrente, alarmados por el humo que se había colado ya por las rendijas de su puerta, acudieron creyendo que había un incendio y luego ya que estaban se fumaron un porrito para calmarse. Amigos de amigos de gente exigían vasos de plástico, y alguien llenó de hielos el fregadero y la mitad de un cajón del dormitorio de Dani, y de paso se quedó con su caja de condones -que, seamos sinceros, nadie sabíamos para qué tenía-. Un chico con una camisa a cuadros se empeñó en poner Time to pretend con su Ipod, en consonancia con la originalidad del salón. Me levanté con la taza en la mano y la dejé encima de un montón de libros de Dani para ir a mear. Uno de ellos era El diario rojo de Carlota, y estaba marcado por un separador en la página donde se explicaba con dibujitos dónde se encuentra exactamente situado el clítoris. Él lo había redondeado con un rotulador rojo. En el baño había unos liándose en la bañera a duras penas. Volví para buscar a mi amiga, pero había desaparecido. Dani bailaba solo Boom boom de Rye Rye -que probablemente había puesto el mismo chico de la camisa a cuadros-, y no me escuchó gritarle por encima de la música y de la borrachera, así que me quité los tacones y se los tiré a la cabeza. Él se encogió de hombros preguntándome qué pasaba con una mueca, y yo le señalé con la cabeza la puerta. 

Salimos al rellano. Le dije que me iba, que me estaba mareando y que no encontraba a mi amiga y que además este vestido era demasiado corto y se me veían las bragas y encima había dos magreándose en el baño y no podía mear y que me iba. Me dijo que a él gustaba mi vestido, y que le gustaba que se me viesen las bragas. Me reí en su cara de su cara de niño, acordándome del dibujo del clítoris rodeado con un círculo rojo, de mano temblorosa, y le dije que para qué coño tenía una caja de condones si follaba menos que la madre Teresa. Y que me iba ya que se me hacía tarde. 

Al final vino la policía porque olía a maría desde el barrio de al lado, y se llevaron a todo el mundo y dejaron la casa como si unos ladrones la hubiesen atacado, le hubiesen prendido fuego y lo hubiesen intentado apagar con toneladas de hielo y vodka blanco con limonada del Mercadona. Los que estaban en la bañera rompieron la cortina y no pudieron esconderse, y también se los llevaron. Dani y yo volvimos cuando todo el mundo se había ido ya. Nos encontramos delante de la puerta de casa, que humeaba aún un poco con un hilillo negro como de calma tras la tempestad. El chico de la camisa de cuadros no había tenido tiempo de coger su Ipod y Jake Bugg sonaba muy bajito aún en los amplificadores, y había botellas rodando por el pasillo muy despacito, y charcos y hollín y cigarrillos apagados sobre los reposabrazos del sofá. Alguien se había cargado un jarrón y un cuadro. Todos los cajones de la casa estaban puestos boca abajo por el suelo. Un rastro de comida recorría en línea recta el pasillo. "Bueno, no ha estado mal la fiesta" dijo Dani, sonriendo con cara de estúpido a mi lado, con las bragas hechas un gurruño en la mano.


Lunes, 21:28.

El ansia de poseer de Ginebra no era física, en realidad. Era un deseo inexplicable, como el de un niño pequeño que empieza sentir impulsos que no sabe cómo explicar y que nunca sabrá como explicar, que quedarán enterrados debajo de montones de cosas más importantes, grandes como elefantes de tela. El ansia de poseer de Ginebra era un ansia porque quería poseer cosas imposeíbles. Quería poseer imágenes, sensaciones al vuelo, mordiscos al aire.

Esa chica sentada sobre su maleta en el suelo sucio del andén, un golpe de vista con una sonrisa dispersa entre las dos cascadas paralelas de pelo casi blanco a la luz de los focos, como una nómada con tacones. El niño de pelo rizado que había corrido verdaderamente esperanzado delante de su madre intentando alcanzar el autobús en el que se alejaba sin dejar de decir adiós con la mano la niñita a la que acababa de conocer hacía unas cuantas paradas. Las luces que se apagan al otro lado de la ventanilla del autobús cuando se aprieta la frente contra el cristal en un mareo de cansancio. La mirada del hombre con gafas en el paso de peatones a la mujer que caminaba con las manos en los bolsillos de los vaqueros. La declaración repentina de amor que un desconocido le había hecho una vez a Sabina en el metro de Barcelona. El chaval que leía solo en mitad del parque como un náufrago, la espalda apoyada en el tronco de un árbol raquítico.

Las farolas de la ciudad y el neón que perforaba la cabeza. Los labios de algún desconocido sin rostro deslizándose entre la multitud, las miles de caras que luego se le aparecían en sueños. Las casualidades que juraba recordar y que se le olvidaban en cuanto salía de la ducha. Esa sensación tan extraña de impertenencia al mirarse al espejo desnuda, de frente y de costado, cuando se miraba y se veía así como de golpe y sin avisar, y durante unas centésimas de segundo no sabía decir quién era la chica tan sorprendida y blanca que la miraba desde el otro lado y le daba como una especie de vértigo. A veces se sentía como una cámara dentro de una carcasa, como la prueba viviente de que la vida está demasiado bien planificada como para no ser el guión de una película muy superior.

Incluso a veces llegaba a sentir -y esto era de lo más perturbador- que ella misma era uno de esos suspiros que intentaba retener en su bote de cristal como si fuesen mariposas, y que no era más que eso. Una sombra que alguien había visto por la calle y de la que había imaginado una historia. Cuando pensaba en esas cosas le daba un vértigo muy grande y corría enseguida a meterse debajo del grifo de la ducha.

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