Como los erizos



«El resto del tiempo, soledad, ensoñación, un vaso de agua o un café, el aperitivo dos veces al día... un recuerdo que me sorprende, una imagen que me visita, y luego una cosa lleva a la otra, y ya es de noche.»

Escrito en el cuaderno que me trajo Clara de Toulouse.

       


Lo entendí todo cuando entré en su habitación. El olor dulzón a flores marchitas y a mandarina y a néctar y a esencia de té y a caramelos derretidos que la acompañaba a todas partes debajo del abrigo como un segundo vestido. Abrió la puerta y se sentó en el suelo sin mirarme y una bocanada de olor a invernadero salió a recibirnos como si todas las flores de dentro -en jarrones de cristal, de cerámica, de porcelana, en botes de lápices, en botellas de leche de cristal, en maceteros colgados del techo y en grandes macetas a los lados de la cama, trepando por las paredes, secas dentro de cuadros, esparcidas por el suelo, en latas de Coca-cola- nos saludasen a la vez. Decían que era rara porque siempre llegaba tarde a clase, a veces con un tulipán detrás de la oreja y el pelo sucio y revuelto, o con una corona de flores pequeñitas y blancas de esas que te encuentras en los lados de los caminos de los parques y que no huelen tan bien como piensas que van a oler. Pero a mí me gustaba la manera que tenía de sonreír con el hueco ese de niña pequeña entre las palas, donde yo imaginaba siempre prendido el tallo de una margarita. Su habitación estaba llena de gotitas de vapor condensado como el interior de un jarrón. Me dijo que me sentase a su lado mientras ponía música y mordisqueaba un pétalo de magnolia, y al acercarme derramé sin querer una taza de té de porcelana que había por el suelo, y que estaba decorada con pintura de flores. Encima de la mesa había un plato con una mandarina entera y otra media en descomposición. y varios vasos de agua con mosquitos flotando en la superficie. Se oía como un ruido de goteo incesante. Cuando llegaba el verano venía a clase rodada por una nube de abejas que se escondían entre su pelo y que salían de los bolsillos de su mochila cuando los abría para buscar un lápiz. Almorzaba sola en un rincón un sándwich de pétalos de rosa y un termo de leche caliente con miel. Yo la miraba desde mi asiento mientras me tomaba mi bocadillo de longaniza y veía cómo ponía algunas gotitas de leche sobre su dedo índice y alimentaba a las abejas, que bebían de su dedo mientras ella les acariciaba con la otra mano las alitas y el cuerpecito peludo, y me subía mucho calor por todo el cuerpo y tenía que mantener la vista ocupada en otra cosa y prestar mucha atención durante la siguiente clase para quitarme esa imagen de la cabeza. El día que me invitó a su habitación me puse muy nervioso. Me la imaginaba dándose baños de leche con miel en la bañera como una sirena, devorando distraídamente un clavel, y se me dilataban las pupilas. Era la chica más rara de clase porque en pleno invierno cortaba flores del paseo del parque para adornarse el pelo y llegaba con el cuello plagado de collares de narcisos que se marchitaban a las pocas horas. El día que me invitó a su habitación me ofreció compartir una mimosa con ella y descubrí que las flores saben a azúcar y que calientan el cuerpo en los días de invierno y que, efectivamente, se daba baños de leche con miel todas las noches.

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