Astenia primaveral II

Estás asomada a la ventana de la cocina abrazándote a ti misma y la luz dorada haciéndote brillar los ojos entrecerrados con un poquito de daño agradable. Aspiras los últimos resquicios de la tarde. Huele a lluvia y también a acera quemada porque acaban de caer jarros de agua del cielo. En un momento dado mientras mordías el boli te has dado cuenta de que la habitación se iluminaba y todo se volvía brillante y bonito como haciendo un último esfuerzo para traer el atardecer. Los pájaros lo entienden y cantan un poco, como llamándose los unos a los otros después de la tormenta, y piensas que si vivieses en el campo la tarde sería mucho más poética, que todo olería a tierra y no a vapor de cemento y los coches te dejarían escuchar mucho mejor a los pájaros antes de que se vayan a dormir. Te pones de puntillas y te das cuenta de que no hace frío en la calle pese a la lluvia, y que las casas se secarán a lo largo de la noche. También te das cuenta de que llevas todo el mes como la primavera, a veces diluviando y a veces luminosa, a intervalos separados por una línea tan fina como el canto de una hoja de papel. Y es que no paras de dar vueltas por la casa en pijama como un animal enjaulado, con el pelo revuelto y lleno de horquillas, recolectando hojas de apuntes por todas las habitaciones, asomándote a las ventanas a respirar como si fuesen espacios entre los barrotes. 

Cuando era pequeña, a veces encontraba una hoja de papel que no tenía ninguna importancia y la asociaba a ese día en el que... y eso me llevaba a... y así toda la casa llena de cachitos de sentimientos esparcidos, fragmentados. Acercarme a un determinado objeto podía cambiar mi estado de ánimo durante todo el día. Hoy sale el sol después de una lluvia torrencial y también me pasa algo. No sé lo que es, pero tengo que asomarme a la ventana y dejar que me envuelva para sentir que realmente existe, que no son imaginaciones mías, que hay un mecanismo que me provoca todo esto. Un día vino un señor a casa que era un sabio de feng shui y con un medallón blanco en la mano analizó la dirección de las corrientes de energía de todas las habitaciones. Mis padres tuvieron que darle la vuelta a su cama de matrimonio para ir en el mismo sentido que la corriente y dormir mejor. Yo estaba en el colegio pero mi padre me dijo que al llegar a mi cuarto, el señor del medallón se había hecho un lío. Dijo que se entrecruzaban demasiadas cosas y que era un caos, así que en la duda dejamos mis muebles donde estaban. Por suerte nunca he tenido problemas para dormir. Pensé que tal vez por eso considero mi habitación como un lugar de paso, por eso lanzo la ropa dentro y me voy. Pensé que tal vez ese lío de energías era por mi culpa, porque en esa época me sentía muy rara y pasaba del llanto a la risa en cuestión de segundos. Recuerdo que le dije a una de mis mejores amigas que me había tenido que salir de clase durante unos minutos solo para ir a llorar al baño por ninguna razón en especial. El resto del día fue uno de los mejores de mi vida, casi me hice pis encima de tanto reírme. Le pregunté a mi amiga con una sonrisa si eso nunca le había pasado a ella, lo de sentir unas ganas tremendas de explotar, porque en aquella época éramos tan pequeñas que casi todo nos había pasado a todas antes o después. Me dijo que no y se fue, y no volví a sacar el tema. Creo que sigo teniendo esas corrientes entrecruzadas que volvieron loco al señor del medallón y que aunque haya nacido en febrero soy más como esta primavera, que llueve y se ríe después.

Astenia primaveral



Vas al baño y te sacas el vestido por encima de la cabeza. No hay mejor sensación de limpieza que la de llevar la ropa interior conjuntada, blanca como de película antigua. Te miras en el espejo y la luz amarilla hace que te resbalen algunos mechones de pelo amarillo por la frente y los labios. Examinas los hombros huesudos, las hendiduras redondas de los codos de piel de gallina permanente, la sombra tabaco de las clavículas, la línea redonda del pecho de perfil. Todo está como emborronado pero el espejo está limpio. Je t'aime, mon amour, my love, si supiese alemán te lo diría en alemán y en chino mandarín y en todos los dialectos que han desaparecido ya y que nadie sabe pronunciar. Hay que trabajar. Tienes huellas de otros dedos por todo el cuerpo, que florecen y se extienden como las ondas en el agua al tirar piedrecitas. Te retiras el pelo de la cara con una horquilla. Hay que memorizar. No me acuerdo. No me acuerdo de nada. Hay que tragar. Je t'aime. Te desembarazas del sujetador, te vuelves a mirar, toda amarilla y pálida y verde y gris. Hay que trabajar. Te quiero pero volveré. Volveré y tú estarás ahí, blanca y miel y azul y verde y llorosa y risueña y cansada y con olor a flores y a jabón de manos. Ahora trabaja. Memoriza y déjate las uñas. Je t'aime, I love you, volveré. Volveré y tú estarás ahí, con el cuerpo lleno de huellas dactilares de otras personas. Sí. Y yo estaré aquí.

Puede que hoy duermas acompanado




Puede que hoy duermas acompañado. Puede que hoy duermas acompañado y que mientras yo me aprieto contra el nórdico tú tengas una voz dulce como la miel susurrándote palabras en un acento extraño al oído. Puede que hoy duermas acompañado y que mientras yo me pliego sobre mis rodillas unas piernas suaves se entrelacen con las tuyas por debajo de las sábanas y una mano caiga lacia sobre tu cintura. Puede que hoy duermas acompañado y que por un instante más largo de lo que te gustaría admitir, y que aun así sigue siendo solo un breve pinchacito en el pecho, te preguntes si estaré hecha un ovillo escuchando el cierzo aullar a través de la ventana. Puede que hoy duermas acompañado y que por un momento muy breve, y aun así más largo de lo que te gustaría admitir, te digas "¿y si...?" y puede que durante una milésima de segundo barajes la loca idea de llamarme para decir hola, para nada, para escucharme reír, para quedarnos callados. Puede que hoy duermas acompañado y que al notar cómo se mueve el cuerpo que respira pesadamente a tu lado te deshagas de todas estas ideas como quien espanta moscas molestas y entierres la nariz en su pelo y cierres los ojos y busques plácidamente las formas de su cuerpo para darte calor. Está bien. Todos los cuerpos son carne dulce y todos son igualmente cálidos. Todos se merecen ser besados y adorados. Adóralo y pégate a él, busca su calor al igual que yo busco el de mi propio cuerpo cada vez que me hundo sola en mi camita. Puede que hoy duermas acompañado y ya se te haya olvidado lo que es dormir solo. O puede que hoy duermas solo y tengas frío, y no seas capaz de imaginarme abrazada a mí misma bajo el nórdico con una sonrisa tranquila.

Escritura automatica desde un smartphone

Hay tardes calientes y pegajosas como el tabaco dulce de cachimba y como la ceniza que se te pegan en las manos y en el pelo y en la piel dorada del escote y que descienden como un río hacia abajo hacia la planta de los pies magullados de andar descalza sobre las plantas marchitas y los surtidores de agua que no funcionan y los frutos rojos venenosos que recoges uno a uno para que el perro no se los coma y los gorriones se posan en la mesa de piedra pidiendo más y más migas de pan para todos ellos para bandadas enteras para poder subir encima de las nubes y atravesarlas con el pico para fundirse arriba del todo y bajar en picado incandescentes como estrellas te piden pan incesantemente mientras tú te miras los pies que duelen y lloras y sabes que no tienes tanto ni puedes dárselo todo ni puedes impedirles que vuelen hasta arriba del todo pero en vez de eso les dices que vas a buscarlo y entras en la cocina dejando un rastro de lágrimas y de flores.

Cerveza dulce

Le digo a papá durante la comida que no soy como me imaginaba que sería a los veinte años, mientras devoramos pechugas de pollo al jerez y nos terminamos entre los dos medio litro de cerveza artesana que sabe dulce como un zumo de piña. Me escucha en silencio mientras yo intento hacerme entender, masticando muy rápido y bebiendo cerveza de un vaso pequeño, agitando la patata frita que sujeto entre los dedos. Le digo que me imaginaba que tendría las cosas más claras, que sabría más de todo, como cuando decides que ya terminarás un trabajo que tienes que hacer al día siguiente y te vas a dormir tranquilo. Yo me fui a dormir como una niña y me desperté como una niña, con el pelo más corto y los ojos más grandes. No le digo que me imaginaba más alta y más guapa, con las tetas más grandes, con más vestidos cortos, con el pelo más brillante, pisando más fuerte al andar por la calle. No le digo que me imaginaba con un vaso de licor en la mano en cualquier bar, mirando de reojo, sabiendo exactamente lo que tengo que hacer. Pero conforme hablo y bebo más cerveza dulce y mastico me doy cuenta de que hay cosas que sí que sé y que sé mirar de reojo y que tengo vestidos cortos y que me he ganado manos en la cintura al caminar delante de alguien. Y recuerdo las fotos de hace unos años, cuando vestía con ropa de chico y me tapaba la cara con el pelo porque no quería verme a mí misma y andaba por la vida como sobre una cuerda floja. Y me digo que al fin y al cabo, a base de gatear a ciegas por los golpes, he descubierto con las palmas de las manos exactamente dónde se encontraba la tierra firme y aunque aún no he aprendido a enfadarme sí que sé bucear mejor de lo que sabía. Recuerdo cuando tenía el corazón blandito como una almohada y recibía todo lo que viniese con los brazos abiertos y una sonrisa estúpida en la boca. Recuerdo cuando aún no sabía guiar la mano de nadie, ni gemir, cuando temblaba como una hoja, cuando no sabía coger trenes ni esconderme en habitaciones cerradas a cal y canto con solo una luz encendida y películas a medio acabar. Recuerdo cuando no tenía escudos para contrarrestar los golpes y todo importaba tanto. Recuerdo cuando no sabía beber café ni subrayar apuntes ni desearle la felicidad a quien me había hecho daño. Me recuerdo a mí misma, pobrecita, y me da ternura. Supongo que eso es un poco crecer también, aunque no sea más alta ni tenga las tetas más grandes.

A esas horas ya solo

Ella. A esas horas ya solo quedaba ella. Se lamió los dedos y se quedó dormida sobre la cama vacía. Angelito frío.

Azaleas

Hace ya varios meses que llueve, o al menos eso me parece a mí. Al volver hoy a casa apretando el abrigo contra el cuerpo y escondiendo el cuello a la llovizna helada he pasado al lado de una maceta de azaleas en la esquina de una floristería que se me ha antojado un cachorrillo abandonado bajo la lluvia. Así que después de mirarla un rato, he entrado y la he comprado. He llevado la maleta en brazos a casa con mucho cuidado y la he colocado en la mesa, y al mirarla desde la puerta me he sentido un poco mejor. Pero me ha dado pena apagar la luz y dejarla a oscuras. No sé, no estoy segura de si va a sobrevivir a mi habitación. Pero la necesitaba para tener una excusa para iluminar mi cuarto todos los días. Y ella me necesitaba a mí para librarse de la esquina de la calle y de la lluvia fría. 

Retazos de sabado

Como siempre que tengo trabajo urgente que hacer, hago de todo menos trabajar. Y cuando intento que mi cabeza se concentre en el capítulo uno de la parodia al amor cortés en La Celestina o en los rasgos generales de la pintura flamenca, el resto de mi cuerpo se empecina en recordar olores, manos, ojos, distintas risas, alguna palabra que se perdió con el cierzo mientras caminábamos y que ha vuelto hoy, día de lluvia aunque no llueva, a mi ventana. Y cuando sigo leyendo de repente me he ido a la historia de una chica que se llama Momo y que es tan organizada que abandona a su novio al darse cuenta de que sus cuerpos no encajan milimétricamente al hacer la cucharita en la cama. Y me revuelvo, y me voy a hacer un té, y unto una tostada con cabello de ángel del que ha hecho mamá, y recuerdo mientras le doy un mordisquito que quería enviar un tarro de cabello de ángel por correo a alguien que probablemente ya no lo quiera. Cuando vuelvo a mi cuarto con la taza y la tostada me miro de reojo en el espejo y recuerdo que ya tengo veinte años, y le doy otro mordisco a la tostada mientras me miro el pelo que se enrosca por detrás de la oreja. La Celia del otro lado del espejo me observa desafiante y me enseña los dientes. Es más fácil verme desde fuera de casa, donde no está todo tan lleno de mí misma. Quiero decir que creo que soy más yo cuando me alejo de todas las cosas que he ido amontonando en un claro comienzo de síndrome de Diógenes por toda mi habitación. Esta es la Celia que estudiaba en el instituto, esta es la que se compró una postal en Barcelona que nunca llegó a enviar, esta es la que pasa tardes enteras jugando a la Game Boy, esta es la que sostuvo una ranita de papel en la mano hace exactamente un año, esta es la que se pone el antifaz y se marcha en tacones a combatir el frío, esta es la que esconde esto en una caja y luego esconde la caja, esta es la que estudia las reglas de la lengua, esta es a la que sientan en la mesa para recorrerla con manos de ciego, esta es la que escucha, lee, enciende, abraza, golpea, dibuja, llora. Doy otro mordisco mientras miro el montón de páginas que no me he leído de Filosofía y me pregunto qué pensaría Orteguita de todo esto. Aparto el libro. Con un dedo, cojo las migas del plato. Luego me meto el dedo en la boca. Y me vienen a la cabeza más cosas. Hoy he releído tres páginas que me aterraban aún más que La Celestina, y por primera vez en mucho tiempo he cerrado el cuaderno en el punto final y he sonreído. Contenta de verdad. Luego me he liado una bufanda al cuello, he cogido las llaves y he salido con el pelo mojado a fumarme un pitillo en un banco del parque y a hablar mientras se encienden las farolas. Es más fácil ser, o estar, sin nada en los bolsillos. Vuelvo a casa andando y comienzo otra vez. Capítulo uno. Introducción. Hora de cenar.


Aeropuertos

Conforme voy creciendo me doy cuenta de que he decidido que mi vida discurra entre idas y venidas, y que por eso tengo que forzarme a perderle el miedo a los aviones. No, no es el avión el que me asusta, sino el aeropuerto, esa extraña ciudadela de cartón piedra en mitad de la nada que tratan de hacernos pasar por un sitio acogedor, con todos esos cristales y esos suelos tan fríos y los jóvenes que duermen entre el sonido de los megáfonos, al sol de un ventanal con la chaqueta enrollada debajo de la nuca.

En los aeropuertos la gente no es nadie ni pertenece a ningún sitio. No me asusta que me lancen al cielo, me asusta la sensación terrible de náuseas al romperme en cachitos en el aire para recomponerme después en mi ciudad, en mi casa, de volver tanteando con las palmas de las manos abiertas como si hubiese perdido la vista y todas mis cosas (mis postales, la rosa seca de la pared, los lapiceros en sus portalápices, la lámpara, el bloc de dibujo, los libros detrás de la estrella de mar en la estantería, la botella de cristal con la varita mágica, la mosquitera encima de la cama, el espejo que se ilumina de dorado como un lago los días de invierno a las cinco de la tarde) se me revolviesen hostiles como perros guardianes que no reconocen el olor de su dueño. Como he decidido que mi vida discurra entre un continuo hacer y deshacer de maletas, me he hecho la promesa –como tantas otras veces para tantas otras cosas a lo largo de este año- de endurecerme y volverme una estatua que se seca al sol, y dejarme zarandear para que las grietas que puedan llegar a hacerse por los golpes del aire no penetren de forma tan profunda en cada despegue ni se claven tanto en cada aterrizaje, estirándose como la piel seca de las manos mientras sujeto con fuerza los libros y el avión se eleva, tan fuerte que los nudillos se me ponen blancos y el sol de por encima de las nubes me ciega como si fuese otro sol diferente de un mundo distinto, y de repente el avión se queda quieto y horizontal, como colgado de un hilo por encima de un mar de nubes rosas que hace daño mirar, y me doy cuenta de que el corazón no me ha latido tan fuerte como yo creía y que en realidad me da igual que se rompa el hilo y me caiga porque el cielo está precioso y en realidad morir así, en mitad de la nada, cuando no soy nada ni nadie y abajo no hay nada más que nubes, no sería tan trágico, ver subir en picado una fila de nubes a través de la ventanilla mientras sujeto con fuerza mi libro de Sampedro y mi libro de Virginita y le digo que también yo caeré hacia abajo en los ríos. Pero el avión no se cae y yo hago un ovillo con la bufanda y me duermo con la mejilla bañada por el sol y las nubes y cuando llego al aeropuerto llueve y hace frío y mamá me viene a buscar y me anuncia que me he puesto enferma incluso antes de que yo lo sepa, y me refugio en el sofá con Saria, que me reconoce, con la nariz debajo de la manta que me ha visto crecer y huele a casa, y me acuerdo de las mujeres que me miraban en las sillas del aeropuerto y que creyendo que no podía entenderlas se susurraron que vaya chica tan triste, y yo escondí la nariz debajo del libro como lo hago debajo de la manta y el chico que iba detrás de mí en la fila de embarque se sentó a mi lado y se puso a escuchar música y rogué por sentarme al lado de una pareja de cuarentones de esos que se piden un zumo y se duermen silenciosamente el uno con la cabeza en el hombro del otro y no intentan hablar ni tratan de darte una identidad preguntándote a dónde vas ni de dónde vienes. Hoy, buscando un perfume, me he encontrado con la desaparición de uno de los frascos de cristal en la balda del baño, un frasco que llevo anhelando y temiendo a partes iguales todo un año. Hoy ha desparecido, como si nunca hubiese estado allí, y como no lo he encontrado por ninguna parte me lo he tomado como una buena señal. El universo sabe lo que pienso y me ha dado la razón. Y ese frasco nunca ha estado ahí, y no pienso buscarlo porque nunca más volveré a colocarlo sobre esa balda. Hoy me he acordado del aeropuerto mientras esperaba en la parada del bus y la lluvia se resbalaba por las hojas del árbol de enfrente y se me escapaba un poco de vaho de los labios y he pensado que aún tengo la maleta a medio deshacer y justo ha pasado un coche en la oscuridad que ha iluminado con los faros delanteros las gotitas de agua atrapadas en el cristal de la marquesina y me he dicho que pese a todo, no dudaría ni un segundo en coger otro avión. 

Llorona de azul celeste

Me parece que insisto demasiado en que soy una niña
pero es que si me vierais de verdad, 
soy tan pequeñita
y no solo en las fotos de grupo, digo,
quiero decir en general, 
pequeñita como un garbanzo
y llorona de azul celeste
miedosa de arañas y aeropuertos
de adioses, digo, 
quiero decir en general, 
y a veces hasta de hasta luegos.

Soy niña y soy mayor,
y me envuelvo en libros viejos
y en cosas de mayores
luchas, humo de cigarro, blues, dentelladas
como si todo eso fuese conmigo
como si no fuese pequeñita de noche, 
como si no necesitase no estar sola
como si me gustasen la oscuridad y el silencio
y las palabras que llegan como muy lejanas
y no hacen ni eco. 

Hay días de azul celeste 
en los que me siento más niña,
más pequeñita y más llorona
y me pican los ojos 
y no me sirven los tacones
ni las palabras ordenadas de mis libros viejos
y hay como un hueco en mi camita
y en la bañera blanca vacía
y en el gotelé
y yo qué sé,
digo, 
quiero decir en general.









Sol

Debe de ser porque estos días hace un tiempo inusualmente caluroso en Zaragoza para febrero, pero a veces mientras me lavo el pelo o aclaro los platos mirando por la ventana del invernadero me vienen a la cabeza recuerdos de verano y me pongo contenta, y me veo rebuscando en el armario entre los zapatos de tacón y la bolsa que me llevé a Pirineo Sur mi cachimba pequeñita, esa que me regalaron hace exactamente un año y que he pasado tardes enteras fumando con Clara en la terraza, con cruasanes a la plancha y té pakistaní y buena música. Y de los exámenes finales del año pasado, que me estudiaba tumbada a la sombra de las macetas con una taza de café helado a la derecha, rodeada de abejorros y moscas y alguna marisopla que sabe dios cómo subiría hasta nuestro pequeño jardincito de piedra, ese que tenemos montado en lo alto de un edificio-mastodonte desde el que me gusta espiar a los que arreglan los tejados. Soy consciente de que mis plantas y el sofá blanco del invernadero han vivido mis mejores estados de ánimo, incluso cuando tenía fiebre y deliraba porque me daba el sol en los ojos. Mientras que mi cama, bueno... mi cama siempre ha sido una crisálida.
Pero ahora llega el buen tiempo y la luz se va más tarde y tengo ganas de tumbarme larga al sol y ver las sombras azules de los pájaros pasar volando por encima, como cuando tenía casi dieciocho años y me echaba a dormir sobre las piedras ardiendo con el mismo vestido azul de algodón y acababa de echar a volar y aún no conocía lo que son las tormentas. Y luego arrancaron las hierbas de lluvia que se colaban por debajo de las baldosas y llegó un invierno muy largo en el que tuve que volver a la crisálida para refugiarme de los huracanes. Y ahora, como mis plantas y mis marisoplas, que regresan tímidamente a ver si ya han florecido algunas de las macetas, vuelvo a tumbarme al sol y a abrirme entera como una flor que brilla y a sonreír cuando hace buen tiempo.

Vino

-¿Crees que es diferente querer y amar?

-Claro. Uno tiene seis letras y el otro, cuatro. 

-Muy gracioso.

-Sí que creo que hay diferencias. Un niño puede querer juguetes o chuches, o pisar los charcos. Pero los juguetes aman al niño cuando se entregan a él porque quieren que juegue con ellos, al igual que las chuches quieren que se las coma y los charcos quieren que los pise. 

-¿Y tú quién eres, el niño o los juguetes?

-A veces lo uno y a veces lo otro.

La Gran Via.

    


Con los exámenes parece que el tiempo va a trompicones y se ralentiza y se dispara a intervalos. Pero los días pasan y pasan también sobre uno y la gente cambia, cambia mucho. Y un día te encuentras volviendo a casa por la Gran Vía a medianoche con los labios rotos por el cierzo y la Gran Vía ya no te parece tan grande, y agradeces que no haya nadie más por la calle porque así la Gran Vía es tuya, y tú sola podrías abarcarla con los brazos, es tuya y las ventanas iluminadas a los lados también son tuyas, esas ventanas con verjas de hierro colado que te encantaría arrancar de los balcones y esos focos que las iluminan de abajo arriba como si las casas te estuviesen contando una historia de terror. Pero no tienes ningún miedo y te acuerdas de cuando N. volvía todos los viernes a las cinco de la mañana andando hasta la otra punta de la ciudad por quedarse durmiendo un ratito más en tu cama, y también de esa otra Gran Vía tan grande de Barcelona, tan distinta, con el suelo tan diferente y tantos pasos de cebra y tanto sol y de las fotos que le hiciste a C. con media cara sombreada por el borsalino. Y también de la Gran Vía de Huesca, ese día que te dio por coger un tren y atravesar otra vez todos esos campos que siempre son rubios como el pelo de C. y casi te duermes viendo pasar las paradas como Chihiro en ese tren que atravesaba el agua. Y te acuerdas de los canales de Ámsterdam y de la foto de C. y M. sentados delante de las casas flotantes de colores, con los pies colgando encima del canal, y de las luces rojas, y de volver descalza a casa en Salou con toda la arena de playa en el vestido, y te das cuenta de lo que te ha crecido el pelo desde entonces y de lo que se te han afinado los ojos y las pestañas y las comisuras de los labios en este último año. Y sonríes, un poquito porque sí y un poquito con amargura porque si algo se aprende de los exámenes es que las lecciones no entran dulcemente. Pero sonríes, porque te sientes más mayor y te dices que ya casi tienes veinte años y que aunque no lo parezca puede que lleves teniendo veinte años más tiempo del que piensas. Y luego llegas a casa y ves el final de un documental sobre Dalí y te quedas medio dormida en el sofá y cuando despiertas ya está toda la casa oscura y se han dormido todos y te metes en la cama sola hecha un ovillo abrazada al osito de peluche y agradeces que mamá y papá y Saria estén respirando en la otra habitación, y se te endulza la sonrisa y te esponjas entera debajo del nórdico como un animalillo y se te olvida crecer y se te olvida todo. 

+1

       

Me he cortado el pelo
y luego lo he dejado crecer

He sido muy mala
porque a veces es más divertido que ser buena
(y aun así los Reyes Magos me han traído regalos)

He aprendido muchas cosas a fuerza de caerme una y otra vez al suelo
como que quien bien te quiere normalmente no te hace llorar
(más bien te prepara un café con leche
o te lleva a comer una hamburguesa con queso)
y que a veces está bien tener el móvil en silencio
para poder hablar con la gente
y que no pasa nada por querer
si quieres
y eres un poco optimista
y que llevar tacones está bien cuando te emborrachas
porque así los pies duelen menos
y que todo pasa
incluso la niebla de Zaragoza

He echado de menos 
mucho

Pero también he dormido con los ojos pintados
y no me ha pasado nada

Ha sido el primer año en el que no he contado calorías
y milagrosamente he perdido tres kilos
(y ahora todos los pantalones me vienen grandes)

He estado en sitios preciosos
aunque el que más me gusta es mi cama

He llorado mucho
pero también me he reído
(y he descubierto que no hay tantas nubes que un vestido no pueda soportar)

He crecido toda entera
en música
en libros
en películas
en personas
en carácter
en desorden
en todo menos en altura

Me he querido
porque total más me vale
(y no lo hago tan mal)

Y he perdido la cuenta de tazas de té.

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