2. La lágrima
Cuando su pecho le indicó delicadamente con toses sangrantes que aquella humedad no iba a ser lo mejor para ella, Alba decidió en el momento de llegar al puerto de Venecia que prefería un clima más cálido. Esquivó las caretas, las antorchas y los carnavales, los gritos de júbilo ahogados en las callejuelas, los confetis, las risas, los cantos y los disfraces soeces, traspasó las brumas por última vez con la maleta en la mano y sin decir palabra se subió a un barco que la llevaba a París. Paguí. Dejó atrás la fiesta húmeda y salada de su ciudad, se despidió mentalmente y sin mucho entusiasmo de todas las personas que la habían rodeado en su infancia y se encaminó justo hacia donde le habían advertido que no lo hiciese. París, un gran pastel rosa salpicado de luz y sol y esa manera tan nasal de hablar que había escuchado a alguno de sus maestros. París, con sus barrios oscuros repletos de cosas oscuras que nadie le había explicado.
Francia, aquella sala llena de espejos en el palacio de aquel rey del que le sonaba haber leído algo. El rey Sol, un cerdito cubierto de mantas y de bailarines displicentes que giraban en órbita a su enorme barriga. Millones de candelabros por las paredes, reflejos dorados en las ventanas, cientos de carruajes entrando y saliendo por el portón… la única dificultad de Alba era diferenciar la vida Real de
En la vida Imaginada, el barco le habría llevado directamente a aquel palacio (que si hubiese escuchado más en clase habría recordado que no estaba en París, sino en Versalles), donde miles de bailarines habrían bailado una danza en su honor y la habrían proclamado su reina nada más verla. Dormiría en los aposentos del rey (que en la vida Imaginada no sería el rey Sol, por supuesto. De hecho, ¿quién necesita un rey?) y se despertaría cada mañana a la hora que quisiese, rodeada de cinco, no, seis bandejas con desayunos diferentes. Tendría una vida y media para recorrer todos los pasillos y vería desde su ventana a los carruajes entrar y salir, pero no saludaría a sus cortesanos. Escucharía la música desde su cuarto, tumbada en la cama, jugueteando con algún broche o bailando sola. Sí, haría que instalasen una alfombra persa nueva. Y la volvería a quemar, sólo para que oliese como la de su casa (en este punto se encontró echando de menos inconscientemente al ministro).
En la vida Real (real, qué palabra tan horrible), sin embargo, le robaron la maleta nada más bajar del barco y se dejó el abrigo abandonado en la cubierta. De lo segundo se dio cuenta cuando anocheció. De lo primero no se dio cuenta.
[Fatal cortado, I know]
-Me dijo que nadie podría ofrecerme nada mejor. Pero yo no lo creo así. Hay vida detrás de estas paredes, hay algún camino al cruzar la puerta que me está esperando. El mundo entero espera que baile a su compás antes de romperme en pedazos. Por eso-concluyó, levantando la barbilla del ministro como si ella fuese su mentora y él el crío que necesitaba de consuelo-necesito que me dejéis ir. Necesito vivir antes de morir.
El hombre no dijo nada en el momento, pero horas después contempló a su pequeña, su gran amor, su obsesión, sujetando una maleta junto a la puerta y mirándolo con seriedad, sin grandes expectativas, como aquella vez hacía tanto tiempo cuando él la llevó a la noria. Pero ahora la niña ya no era una niña, llevaba uno de sus mejores vestidos y un abrigo ribeteado de piel, el pelo recogido bajo un sombrero y botines de tacón, y el aura que la envolvía impresionó al ministro por la similitud que tenía la joven con su madre. Nunca llegó a comprender del todo por qué Nora d’Angelli había acudido a él aquella helada noche de diciembre, y por qué desde entonces nadie había preguntado por Alba, pero su intuición le decía que eso era una señal, algo parecía indicarle que Alba viviría al margen. Y probablemente moriría tan silenciosamente como había vivido. Y él no se enteraría.
-Por favor, recuerda que esta es tu casa-le dijo casi en una súplica. Alba asintió y esbozó una sonrisa de despedida. Se acercó al hombre y lo estrechó entre sus brazos por lo que ambos sabían que era la última vez. Los sirvientes la despidieron con un apretón de manos cariñoso y alguno más lanzado hasta con un par de besos, ya que le habían cogido afecto a aquella pequeña criatura surrealista.
El ministro, por su parte, no pudo soportarlo más y le dio la espalda a Alba en el mismo momento en el que ella cerraba la puerta de la mansión y daba por finalizada su infancia, y por comenzada su vida. Hasta el momento en el que, como reflexionó el ministro mientras se ahogaba en whisky, cerraría los ojos con una sonrisa extraña y dejaría este mundo sin que nadie se diese cuenta. O al menos eso creía él.