Creí que recordaría estos días
de transición (meses, para ser sincera) con la imagen de mi escritorio ordenado
como el de una universitaria aplicada con una página de teorías literarias
abierta en el netbook, una taza de té humeante y la discografía de Edith Piaf
sonando muy paguisina y muy fgansesa de fondo mientras Celia se zambulle feliz y resuelta en el
mundo del saber para mayores de edad. Hasta tenía una foto preparada y todo.
Pero
no.
Para ser sincera, el resumen de estos meses, y me acabo de dar cuenta, es
este preciso momento, a la una menos veinte de la noche, cuando ya no se oye ningún
ruido en casa y todos los muebles bizquean los ojos si vas por el pasillo
encendiendo las luces. Cuando, después de decir adiós a mamá, al gato y al león
(y esperando que les llegue hasta lo que parece el fin del mundo), me recuesto
un poco en la silla esperando a que termine la canción de Tom Rosenthal que me
ha salido en la reproducción aleatoria y
que me trae esa sensación tristísima de sentirse resguardado de una tormenta. Me
doy cuenta en el momento en el que me recuesto en la silla con los ojos fijos
en el montón de rotuladores que se hacinan en el escritorio sobre un lecho de
restos de goma de borrar, debajo de la carpeta de la que brotan folios de papel
doblados, a mi izquierda apuntes de fonética que debería haberme aprendido esta
tarde y no he hecho y detrás del netbook un altavoz tumbado boca arriba como un
escarabajo enorme; el otro se ha caído ya por el hueco entre la mesa y la
pared. El suelo está lleno de calcetines, sobre la cama descansa la mitad de mi
armario y este mediodía se me ha caído salsa en la manga de la chaqueta, que
huele a pollo con verduras. No hay limpieza, no hay orden, la impresora no
funciona; sigo siendo Celia, intentando salir a flote, colocando pos-its con las
cosas que tengo que hacer por todos lados en un intento desesperado de
autoconvencerme de que sé ser organizada (aunque luego no los mire nunca),
intentando recobrar la seguridad que no sé de dónde me vino y que todo el mundo
cree que tengo y ya no sé cómo demostrar que me ha abandonado cruelmente la muy
puta. Sigo siendo la Celia de doce años que remueve el culo en la silla
intentando encontrar un sitio donde ponerse cómoda. Rodeada de canciones que le
recuerdan que siempre será desordenada, y que nunca estará contenta, y que
siempre existirá esa sensación de cerrarse la chaqueta amorosa sobre el pecho y
abrazarse mientras la canción te cubre de la tormenta y rompe el silencio de la
casa que duerme.