Ven, sujétame, acerca la nariz a
mi cuello, ¿ves qué bien huelo? Me he puesto crema de la de mamá para saberte
dulce. Mira, así, sujétame la cintura con las dos manos. Con los dedos
extendidos. Sujétame fuerte, como si me fuse a desintegrar encima de ti, como
si fuese a disolverme en una montañita de arena. Arráncame las malas hierbas
que han hecho raíz y se han extendido por todo mi cuerpo, esas que he regado sin
querer en todas esas noches que me iba a la cama tan sola y lloraba un poco
antes de quedarme dormida. Han sido más noches de las que quiero admitir, y las
raíces han crecido y se han clavado más en la piel y los tallos me han rodeado
sin orden ni concierto, asfixiándome, introduciéndose por todas las grietas y
dejándome sin energía, como esas enormes hiedras que envuelven a los árboles y
los dejan convertidos en estatuas de piedra. Arráncalas de raíz, sin piedad.
Así. No duele, no te preocupes. ¿Ves cómo va reviviendo la piedra poco a poco?
Mira, pasa la mano por aquí. No lo notas, pero hay como unos surcos que me
traspasan la piel, unas carreteras diminutas para las yemas de los dedos. Estos
surcos los sentí abrirse y sangrar hace unos meses, cuando iba hacia la universidad
con la carpeta entre los brazos. En ese momento estuve completamente segura de
que me iba rompiendo en cachitos a cada paso, como el tío que sale en el
videoclip de Ordinary Man, de Chinese
Man. Me extrañaba que la gente no pudiese verlo, y me daba miedo no ser capaz
de llegar a clase, quedarme a orillas del estanque de la city como un jarrón al
que alguien hubiese dado una patada. Trocitos infinitos de espejo agitándose junto
a una carpeta abandonada. Tú no lo ves, y me alegro, pero todo esto ha estado
abierto, y dolía tanto que no podía levantarme porque no conseguía encontrar
qué trozo iba con qué trozo. Por eso tienes que sujetarme fuerte, porque aún
quedan surcos y a fuerza de darme duchas y de dejarme sacar de casa he
construido una coraza que por ahora funciona muy bien y con la que puedo hacer
muchas cosas. Pero no se puede traspasar. No sé si eso está bien. Me estoy
convirtiendo cada vez más en otra persona, en un personaje de sangre fría y
pestañas muy negras que creé hace mucho, para divertirme, cuando yo era toda
leche con miel y descansaba como un trofeo en lo alto de un pódium. Ahora que
me he caído y me han roto parece que busque continuamente el límite de trocitos
en los que puedo romperme, el límite de amargura que puedo llegar a sentir con
la dulzura de pensar que aún soy joven para agriarme. Parece que busque
continuamente aire en el fondo del océano. Pero no pasa nada, eh. Estoy bien.
Ven, no te preocupes. Ya he visto que ese límite no existe. Ven a respirarme, a
darme aire. Intenta unir mis pedazos si quieres. Al menos lo habrás intentado.