Vas al baño y te sacas el vestido por encima de la cabeza. No hay mejor sensación de limpieza que la de llevar la ropa interior conjuntada, blanca como de película antigua. Te miras en el espejo y la luz amarilla hace que te resbalen algunos mechones de pelo amarillo por la frente y los labios. Examinas los hombros huesudos, las hendiduras redondas de los codos de piel de gallina permanente, la sombra tabaco de las clavículas, la línea redonda del pecho de perfil. Todo está como emborronado pero el espejo está limpio. Je t'aime, mon amour, my love, si supiese alemán te lo diría en alemán y en chino mandarín y en todos los dialectos que han desaparecido ya y que nadie sabe pronunciar. Hay que trabajar. Tienes huellas de otros dedos por todo el cuerpo, que florecen y se extienden como las ondas en el agua al tirar piedrecitas. Te retiras el pelo de la cara con una horquilla. Hay que memorizar. No me acuerdo. No me acuerdo de nada. Hay que tragar. Je t'aime. Te desembarazas del sujetador, te vuelves a mirar, toda amarilla y pálida y verde y gris. Hay que trabajar. Te quiero pero volveré. Volveré y tú estarás ahí, blanca y miel y azul y verde y llorosa y risueña y cansada y con olor a flores y a jabón de manos. Ahora trabaja. Memoriza y déjate las uñas. Je t'aime, I love you, volveré. Volveré y tú estarás ahí, con el cuerpo lleno de huellas dactilares de otras personas. Sí. Y yo estaré aquí.