Estás asomada a la ventana de la cocina abrazándote a ti misma y la luz dorada haciéndote brillar los ojos entrecerrados con un poquito de daño agradable. Aspiras los últimos resquicios de la tarde. Huele a lluvia y también a acera quemada porque acaban de caer jarros de agua del cielo. En un momento dado mientras mordías el boli te has dado cuenta de que la habitación se iluminaba y todo se volvía brillante y bonito como haciendo un último esfuerzo para traer el atardecer. Los pájaros lo entienden y cantan un poco, como llamándose los unos a los otros después de la tormenta, y piensas que si vivieses en el campo la tarde sería mucho más poética, que todo olería a tierra y no a vapor de cemento y los coches te dejarían escuchar mucho mejor a los pájaros antes de que se vayan a dormir. Te pones de puntillas y te das cuenta de que no hace frío en la calle pese a la lluvia, y que las casas se secarán a lo largo de la noche. También te das cuenta de que llevas todo el mes como la primavera, a veces diluviando y a veces luminosa, a intervalos separados por una línea tan fina como el canto de una hoja de papel. Y es que no paras de dar vueltas por la casa en pijama como un animal enjaulado, con el pelo revuelto y lleno de horquillas, recolectando hojas de apuntes por todas las habitaciones, asomándote a las ventanas a respirar como si fuesen espacios entre los barrotes.
Cuando era pequeña, a veces encontraba una hoja de papel que no tenía ninguna importancia y la asociaba a ese día en el que... y eso me llevaba a... y así toda la casa llena de cachitos de sentimientos esparcidos, fragmentados. Acercarme a un determinado objeto podía cambiar mi estado de ánimo durante todo el día. Hoy sale el sol después de una lluvia torrencial y también me pasa algo. No sé lo que es, pero tengo que asomarme a la ventana y dejar que me envuelva para sentir que realmente existe, que no son imaginaciones mías, que hay un mecanismo que me provoca todo esto. Un día vino un señor a casa que era un sabio de feng shui y con un medallón blanco en la mano analizó la dirección de las corrientes de energía de todas las habitaciones. Mis padres tuvieron que darle la vuelta a su cama de matrimonio para ir en el mismo sentido que la corriente y dormir mejor. Yo estaba en el colegio pero mi padre me dijo que al llegar a mi cuarto, el señor del medallón se había hecho un lío. Dijo que se entrecruzaban demasiadas cosas y que era un caos, así que en la duda dejamos mis muebles donde estaban. Por suerte nunca he tenido problemas para dormir. Pensé que tal vez por eso considero mi habitación como un lugar de paso, por eso lanzo la ropa dentro y me voy. Pensé que tal vez ese lío de energías era por mi culpa, porque en esa época me sentía muy rara y pasaba del llanto a la risa en cuestión de segundos. Recuerdo que le dije a una de mis mejores amigas que me había tenido que salir de clase durante unos minutos solo para ir a llorar al baño por ninguna razón en especial. El resto del día fue uno de los mejores de mi vida, casi me hice pis encima de tanto reírme. Le pregunté a mi amiga con una sonrisa si eso nunca le había pasado a ella, lo de sentir unas ganas tremendas de explotar, porque en aquella época éramos tan pequeñas que casi todo nos había pasado a todas antes o después. Me dijo que no y se fue, y no volví a sacar el tema. Creo que sigo teniendo esas corrientes entrecruzadas que volvieron loco al señor del medallón y que aunque haya nacido en febrero soy más como esta primavera, que llueve y se ríe después.