Alba tenía una carta bajo la manga. Algo que nunca había comentado a nadie era que antes de partir se había guardado una bolsita con sus joyas más valiosas dentro del botín. Vendiéndolas se podía costear una tranquilidad a largo plazo cuando se cansase de la aventura. Le quedaba el consuelo de que podía alejarse de aquel palomar y volver a Venecia cuando quisiese si era lo que deseaba. Se descalzó y sacudió sus zapatos para comprobar que la bolsita seguía ahí. No cayó nada. Palpó el interior y no la encontró. Dedujo que se la habrían quitado al desmayarse. Probablemente Pierre. Se le habían adelantado.
Suspiró y volvió a mirarse en el espejo, abrazada a sus rodillas. De modo que no le quedaba nada. Reclamar sería inútil, Pierre lo negaría todo. Finalmente no le quedaba más remedio que ponerse aquel vestido granate y actuar en el espectáculo.
Que lejanos quedan aquellos días de Venecia, con su protector —era ministro ¿verdad?— girando en torno a ella.
Siempre he confiado en su éxito.
Un beso.