[ BSO: "Le Train", de Yann Tiersen. ]
En la nueva estación de trenes han instalado altavoces que reproducen el sonido del trino de los pájaros. Es lo más parecido a estar en el campo. No sé cómo habíamos podido vivir sin esto antes.
La gente se afana en revolverse como una ensalada bajo la telaraña de metal y cristal del techo, y yo compruebo una vez más que llevo en la mochila mi propia ensalada, la que ha preparado mi madre en la cocina bajo esa luz anaranjada de las lámparas que preceden a la salida del sol. Que al fin y al cabo no es otra cosa sino una lámpara más grande. Otro reloj.
Le entrego la maleta a alguien vestido de uniforme y subo al tren. A mi alrededor besos, despedidas, risas, lágrimas contenidas. Bajo la cabeza y no la vuelvo a levantar hasta que la máquina arranca con un pitido de otra época. Todas las ventanillas se llenan de manos aplastadas, todas menos la mía. Deslizo las yemas de los dedos por el vidrio, por curiosidad, por sentir también la sensación de despedirme de algo, por imaginarme que alguien saluda desde el otro lado. El cristal está frío y húmedo, no me gusta y bajo la mano de nuevo, escondiéndola en la chaqueta.
Refugio la mirada de las afueras de la ciudad, tan horribles, de las antenas, del sol opaco, de las personas que han sido abandonadas a la deriva en las vías del tren, niños en carne viva que extienden las manitas hacia nosotros durante un segundo, el que transcurre hasta que el tren vuelve a alejarse de ellos como si sólo fueran un mal sueño. Me sumerjo en un libro o en las profundidades de una hoja en blanco. Escondo los oídos también bajo unos auriculares y los dedos aparecen de vez en cuando para coger un bolígrafo, pasar una página, rascarme la nariz. Todo mi cuerpo se siente un refugiado, un desertor. Creo que me he dejado algo atrás, me gustaría saltar y volver caminando, seguir las vías, unirme a las caras sin nombre de ojos oscuros y suplicantes. Soy consciente de que tengo suerte por estar sentada aquí.
Más o menos a mitad de trayecto descubro que hay alguien enfrente de mí. Sucede después de sonarme la nariz, que cada vez tengo más taponada por culpa de los fragmentos de hierro y el polvo oxidado que despiden las chimeneas de las ciudades. Es una hecatombe humana, un gigante que conforme crece se condena a sí mismo a muerte. Somos parásitos de un globo que cada vez hinchamos más y más. Los gases, el cáncer, el óxido, el escozor por todo el cuerpo son sólo avisos. Tras las ventanillas desfilan árboles de contrachapado. Robots hechos de cacerolas viejas se arrojan desesperados sobre el reflejo de la luna desde lo alto de los puentes. Hasta las máquinas quieren suicidarse antes de que el globo explote.
Bueno, me soné la nariz, liberando los orificios nasales de algunos clavos y un par de chinchetas, y entonces fue cuando descubrí que había alguien sentado enfrente de mí, también pegada a la ventanilla, guarecida de los mosquitos de Malasia. La reconozco por el olor, ese olor a cafeína agria que descubre a los desertores y que impregna tanto mi piel como la suya. El deseo de huir se nos refleja a las dos en las ojeras grises, en los labios agrietados, en la forma de desviar la mirada hacia el infinito, en la nostalgia que llevamos grapada a la ropa como una tarjeta de identificación. Me fijo en su libro y ella se fija en el mío, y ambas nos reconocemos al instante como una sola, como lo que tendríamos que haber sido, lo que tendríamos que haber encontrado hacía ya mucho tiempo. Me fijo en su bocadillo de mermelada y en su termo de café. Me fijo en sus uñas destrozadas, en las cicatrices de su cara, en el cabello que desciende como un río de petróleo por su yugular. Su forma de mascar chicle es inconfundible, los pliegues de sus párpados la delatan, proclaman un ayer que se ha acabado. La búsqueda de la distancia, la esperanza de un amanecer sin lámparas, escondidas, acurrucadas en los asientos de terciopelo de esta enorme máquina que recorre un planeta que supura plástico y vomita alquitrán. La promesa, casi religiosa, de encontrar en cualquier otro lugar una explanada verde que no termine en un muro de hormigón o que no esté surcada por venas artificiales, antinaturales, humanas.
No hablamos, estamos demasiado cansadas, pero nuestros ojos lo dicen todo.
En los lavabos del tren, sacudidas por el traqueteo y los pitidos de cada parada y los golpes en la puerta porque llevamos ya más de dos horas encerradas, nos besamos, nos abrazamos, lloramos un poquito, nos abandonamos la una a la otra dulcemente. No nos lo pensamos dos veces. Estamos programadas, sin preguntas, sin exclamaciones. Nos consolamos en el más absoluto silencio, como si llevásemos miles de años esperándolo. Nos limpiamos, nos resucitamos.
El tren sigue rodando por la vía, se suceden una y otra vez los mismos paisajes en escala de grises. No sé ya por dónde vamos, me da igual. He olvidado por completo mi parada. Abrazada, dejándome abrazar por un olor que es casi como el mío introduzco la nariz entre su pelo, que ya no es de petróleo sino de regaliz y pimienta, y sin planearlo digo, susurro, declaro, como el secreto que ambas estábamos esperando oír pero que ninguna había sabido pronunciar:
-Creo que al final nosotras somos los bosques.
el sonido de los pajaros es tan agradable... sobre todo por las mañanas.