Lo que Alba no supo en ese momento era que, en realidad, el ministro se dio cuenta de forma instintiva de que se había maquillado. Horrorizado y en cierto modo atraído decidió ir a buscarla, pero en esos momentos se encontraba muy enfermo y no podía salir de la cama. Los días siguientes se sumió en el delirio, y presa de la fiebre con las sábanas hasta la nariz soñaba una y otra vez que iba a buscarla y que Alba velaba a su lado como él lo había hecho cuando era ella la que estaba en su lugar, desesperándose cada vez más cuando abría los ojos y se encontraba solo. Nadie pudo hacer nada por él y murió viejo y sudoroso, enterrado entre mantas y sus propias obsesiones.
La mansión veneciana quedó finalmente vacía y a la deriva por los canales como una cáscara rota, hasta que se precipitó en las aguas cenagosas como si nunca hubiese existido, con todos los muebles de caoba oscura, los balcones y las ventanas manchadas de lluvia, las escaleras carcomidas, las chimeneas, los libros, los sofás de piel y los doseles de seda, las mesas del comedor, los candelabros y los retratos de acuarela, el papel pintado de las paredes y la alfombra persa, y se convirtió en una mansión de lujo para el rey de los peces en el fondo de Venecia, junto con los remos de góndola y los pobres gondoleros que, de la humedad, desarrollan branquias y escamas y se convierten en amantes de sirenas cosmopolitas y en okupas de las mansiones sumergidas por culpa del amor.
Alba sintió perfectamente el último suspiro del ministro y el ahogamiento de la alfombra persa de una forma tan física como un retortijón de tripas, y conforme la mansión se hundía, ella se dio cuenta de que su infancia se le iba despegando poquito a poco como una costra, hasta que se quedó para siempre en el fondo del mar, donde, estaba segura, el anciano seguiría paseando por las habitaciones sumergidas, esperando pacientemente su regreso.