Me parece que la Navidad sirve para tener nostalgia. No me puedo quejar hasta ahora porque el veinticinco ha sido delicioso y aún me queda buen sabor de boca mientras espero con las piernas cruzadas a que las ruedas en mi cabeza empiecen a girar de una vez y me pueda ir danzando en pijama a escribir sobre el inicio del ferrocarril en España, que ya ves tú. No, la verdad es que no me puedo quejar.
Pero me gustaría darme un paseo pequeñito por La Ciudad antes de volver al trabajo, sólo dos o tres horas, prometo que no pediré nada más. Me lavo la cara rapidísimamente, unos vaqueros y una camiseta de manga larga con la eterna chaqueta de lana (que tengo todas las chaquetas iguales) y el abrigo de paño a cuadros, las botas de piel de siempre y un teletransporte, ¡fum! y ya estoy allí, sin maquillar y con cara de sueño, pero allí.
No hay tiempo para tomarse un café ni para refugiarnos en el piso de arriba de Shakespeare and Company que cruje y se agita con la tormenta, ni para ponerse detrás de las filas de los turistas de cartón. No hay tiempo de hacer dibujos en la Place des Vosges ni para ir al cine de Les Halles, ni para presentar nuestro respeto a Colette o comprobar si mi beso a Oscar Wilde sigue en su sitio o se ha ido volando. Tampoco hay tiempo para ir al Jardin des Plantes porque está demasiado lejos, y probablemente esté lloviendo. No importa, podemos pasear y pasear, dejarnos mojar por La Ciudad, perdernos hasta que se me acabe el tiempo y desaparezca, agarrada a una farola y gritando que no quiero volver a hacer deberes. Que aún nos queda mucho por ver.
Pero vuelvo porque una promesa es una promesa, y me pongo la lista de reproducción de Les chansons d'amour para saborear sacarina esperando el pastel. Y saco los libros de texto. Y sigo en pijama.