Alba
se sentía como envuelta por la niebla de un sueño mientras se dejaba arrastrar
por el escritor a lo largo de calles estrechas y pobres cada vez más alejadas
del centro de la ciudad, hacia un barrio que únicamente conocía de ciertas
ocasiones en las que, completamente bebida, caminaba tambaleándose feliz entre
sus amigas sin reconocer ni uno solo de los portales por los que pasaba. Esas
calles ahora, bañadas por la luz del día y con la textura de sus paredes
reveladas en toda la crudeza, no le parecieron para nada divertidas, sino
pobres, sombrías y tristes, y se sintió estúpida y un poco culpable por haberse
reído a gritos con una botella en la mano sin pensar en las ventanas cerradas
de madera carcomida y en la gente que intentaría dormir tras los cristales
sucios. Mientras tanto el escritor continuaba con su cháchara sobre arte
moderno, con voz cálida como una ducha tibia, sin esperar en ningún momento una
respuesta de Alba. Arcadio continuaba con toda la tranquilidad del mundo
tejiendo un hechizo de tela de araña con sus palabras, dando puntadas
aterciopeladas aquí y allá, dejando que Alba se pegase en el centro como un mosquito.
Al
fin llegaron a la tetería, un local pequeño y de techo bajo, de paredes decoradas
por tapices y letras islámicas. Aunque en el mostrador había una gran muestra
de cachimbas de medio metro, tras la prohibición de fumar en espacios públicos todas
habían quedado inutilizadas y no servían más que para decorar. En el centro de
la sala había una pequeña fuente de yeso blanco, seca y llena de guijarros, y
un biombo separaba las puertas del los baños. La gente se agrupaba en pequeñas
mesas de madera desteñida sobre pufs de cuero, hablando en susurros y bebiendo
de pequeñas teteras metálicas que llenaban el ambiente con un vaho dulzón de
canela y pimienta. Se sentaron en una mesa de un rincón esperando a que les
atendiesen. De fondo sonaba un tenue hilo musical de jazz entremezclado con la
voz susurrante de una cantante. Alba se sintió aún más dentro de un sueño al
ver los ojos del escritor escudriñándola desde el otro lado de la mesita baja,
reluciendo como el filo de un cuchillo en la penumbra del local.
-Me
recuerdas a las chavalas que pintaba Toulouse, tan niñas y tan femeninas… estoy
seguro de que tienes el mismo cuerpo que ellas.
Alba
enrojeció hasta las orejas, y el escritor lo notó.
-No
te de vergüenza, mujer, que hablo desde un punto de vista estrictamente
artístico. Perdóname, yo es que soy así, estoy demasiado obsesionado con las
comparaciones. Se diría que no puedo concebir a las mujeres fuera de los
cuadros. Escucha, al menos no te he dicho que me recuerdas a una de las mujeres
de los expresionistas. Entonces sí que podrías haberte enfadado conmigo.
Justo
cuando terminaba de hablar se acercó la camarera a atenderles, bolígrafo y
libreta en mano. El escritor levantó la vista y sonrió con una especie de
ternura premeditada.
-Ah,
debí haber imaginado que lo de Norah Jones era cosa tuya.
Alba
la miró también. Desde las alturas de unos tacones de salón negros que acababan
donde empezaban las puntas de unos pitillos grises y una camisa holgada, una
chica de pelo negro y corto clavaba sus ojos fulminantes en el escritor. El bolígrafo había quedado aprisionado en su mano crispada, contraída por la sorpresa. Alba se la imaginó inmediatamente como una de esas chicas que aparecen en las fotografías en blanco y negro fumando sensualmente un cigarrillo, envueltas placenteramente entre una nube de humo gris como si el fotógrafo las hubiese descubierto in fraganti haciendo algo muy íntimo y hubiesen decidido compartirlo con él.
-¿Qué
haces aquí? –musitó entre dientes. Alba se impresionó de los modales de aquella
camarera, que más bien parecía querer echarles del sitio. Arcadio enarcó las
cejas gruesas, respondiendo con una indiferencia también fría.
-¿No
es evidente? Vengo a disfrutar de vuestro té. Ah, Alba –dijo, acordándose de
repente y volviéndose hacia ella-, te presento a Ginebra, una vieja amiga.
Ginebra, esta es Alba.
Su
voz parecía estar llena de una significación oculta, y Alba, en medio de su atontamiento,
tuvo el presentimiento de que la visita no había sido fortuita, sino fríamente
calculada. La camarera la atravesó con la mirada a través de unos párpados
cubiertos de sombra de ojos negra como sus tacones, que escondían unos ojos
bestiales como los de un animal salvaje. Alba, que no podía apartar a su vez la
mirada, se sintió completamente desnuda delante de ella, como si adivinase
absolutamente todo lo que pasaba en el interior de su cuerpo, desde sus
pensamientos más íntimos hasta el vaivén de los líquidos de su estómago, y pudo
percibir una conexión fortísima, mucho más fuerte que la que había sentido con
el escritor, muchísimo más fuerte que la que había podido sentir con cualquier
otra persona. Sintió, en ese momento en el que las sus miradas se cruzaron, que
el escritor –que en ese momento las observaba a las dos satisfecho como un
pintor que mirase desde lejos su obra terminada-, con sus malas artes, había
hechizado y revuelto el destino de las dos entre sus manos de mago, uniéndolos
en un nudo doloroso e irrompible que parecía haber sido planeado desde hacía ya
mucho tiempo.
Esto... No sé si mi escasez de palabras ante este texto ha sido fruto de mi feliz y reciente encuentro con una botella de orujo de café casero o de tus malas artes, que enredan con maestría. Tus personajes son... ya no solo el contexto ni el ambiente, es que tus personajes son completamente hipnóticos, criatura. No sé cómo lo haces ni qué haces, pero no pares de hacerlo, (¿posible conexión futura más íntima entre los tres?, me harías muy feliz)Un beso ;)