NOTA: Al final me he atrevido a plasmar en papel el primer encuentro verdaderamente, digamos, crudo, entre Ginebra y Alba, su primer y verdadero "Hola, ¿qué tal estás?" A quien no le guste, que obvie toda la siguiente entrada y en su lugar las imagine a las dos tomando un café como dos señoritas y despidiéndose con cierta tensión y un par de besos en la mejilla. Yo he avisado.
Cuando Alba entró en el baño volvió a
sentir la sensación de tener un reptil escurridizo descendiendo por su espalda
y alargó los brazos alarmada hacia sus omoplatos para palparse, pero no
encontró nada. Se miró al espejo sujetándose con ambas manos en el lavabo para
no caer, y el vidrio le devolvió la imagen de su cara difuminada como una
aparición de color yeso, distorsionada por el calor, de labios y pelo
indescriptiblemente rojos. En ese mismo instante la camarera entró tras ella y
se encendió un cigarrillo apoyándose contra la puerta para cerrarla con una
risita. El baño era muy pequeño; apenas un lavabo y la cabina aislada donde se
encontraba el váter, cuya puerta en ese momento se encontraba entreabierta,
delatando que estaban las dos solas.
La camarera la miraba fijamente
mientras le daba caladas al cigarrillo. Alba sentía sus ojos de gato de mala
suerte fijos en ella, expectantes, y se mareó de golpe hasta el punto de tambalearse.
La camarera no se inmutó.
-Tengo bichos recorriéndome todo el
cuerpo –le intentó explicar, pero escuchó su voz como por debajo del agua, y vio
cómo le salían burbujas por la boca, que ascendían tambaleándose para fundirse
con el humo del tabaco.
-Pobre niña –susurró Ginebra sin
dejar de fumar mientras se acercaba a ella lentamente, como deslizándose sobre sus
tacones. Alba sintió sus ojos enlazando los suyos, reteniéndolos, paralizándola
como un mosquito en una tela pegajosa e irresistiblemente suave. Le sudaba la
frente. La camarera se detuvo a pocos centímetros de su cara, sin pestañear ni
una sola vez con las pestañas bañadas de kohl negro. Expulsó una última
bocanada de humo sobre la nariz de Alba, que cerró los ojos entre curiosa y abotagada.
Notaba todo su cuerpo pesado, vago, insoportablemente palpitante, y los labios
de cereza de la camarera sonreían extrañamente delante de sus ojos mientras
esta aplastaba la colilla con la punta del zapato.
-Pobre niña – repitió sin dejar de
susurrar, atrapando un mechón de pelo rojo entre los dedos. Alba se sintió
retroceder hacia el cubículo del váter empujada por Ginebra, que avanzaba sin
tocarla y que echó el pestillo tras ellas una vez que hubieron entrado y Alba
se hubo acorralado ella misma entre Ginebra y la pared. Se dejaba mecer en
susurros, sin apartar la mirada, como si las uniese un hilo invisible. Recordó
que había leído que en épocas pasadas los científicos pensaban que el sentido
de la vista se basaba en una sustancia intangible que surgía de las pupilas y
que, como otra extremidad, tocaba los objetos para adivinar su forma. Alba era
capaz de sentir en ese momento cómo los ojos de Ginebra la tocaban. Hasta que
una mano física le acarició con delicadeza los labios, lentamente, para luego descender
por la barbilla y el cuello, por la línea del escote hasta el ombligo.
-Vamos a ver dónde se esconden esos
bichos –susurró Ginebra en su oído para luego descender en línea recta por su
cuello, acariciándolo con los labios. Se apretó contra ella para introducir su
propia mano helada por su espalda y desabrocharle el sujetador. Alba intentó
agradecerle sus buenas intenciones, convencida de que Ginebra iba a encontrar y
a echar al lagarto que tanto la molestaba. Pero no consiguió que de su boca
surgiese ningún sonido, a excepción de un ligero suspiro de sorpresa al sentir
el click del cierre y sentirse de repente liberada.
-¿Mejor? –preguntó amablemente
Ginebra descendiendo la boca por su pecho, y ascendiendo la mano izquierda
hacia la misma dirección. Alba asintió imperceptiblemente, creyendo escuchar
golpes en la puerta. Sin embargo Ginebra no daba signos de haber escuchado nada
y Alba volvió a sentir al lagarto deslizarse por su vientre y pegó un respingo.
Pero Ginebra la calmó rápidamente como a un niño pequeño y en ese momento se dio
cuenta de que no era ningún lagarto, sino su mano, fría y suave, que se
escabullía bajo la cintura de la falda y descendía sin despegarse de su piel.
Ginebra volvió a reír silenciosamente en su oído, mientras los golpes en la
puerta aumentaban y Alba arqueaba la espalda en un escalofrío involuntario,
sintiendo cómo la mano de la chica comenzaba a acariciarle, suave como una
pluma, como si fuese ella misma la que lo hiciese, arrancándole gemidos leves en
su sopor inconsciente.
-Te gusta mucho Arcadio, ¿verdad? –le
preguntó Ginebra en un murmullo. Alba creyó escuchar en ese preciso momento al
propio Arcadio al otro lado de la puerta, vociferando insultos y dando golpes,
y se preguntó con media sonrisa involuntaria si la habría oído gemir-. Bueno,
veremos si eso cambia. Me llamo Ginebra –añadió Ginebra al oído de Alba, antes
de descender hasta el suelo, junto a su falda.