Me acuerdo de una sensación del curso pasado que era como cuando sales a la calle una tarde cualquiera de invierno y hueles las calefacciones de la ciudad recién puestas dorando las calles. En realidad no tiene nada que ver porque ese olor y esas tardes me vienen de mucho antes y son una magdalena de Proust diferente, pero se pueden comparar porque las dos sensaciones eran suaves. Me acuerdo también de cuando este verano Meganlaprofesoradecanadá nos hizo describirnos a nosotras mismas con una sola palabra y yo elegí smooth. No sé si pensaba en esto. Es posible. El caso es que es una sensación que identifico ahora con imágenes sueltas como estar sentados en las repisas de las ventanas de clase, o perseguirnos por las escaleras porque sí, o decidir que estábamos muy cansados para ir a clase y quedarnos sentados en un banco al sol, al lado de las taquillas, con las piernas cruzadas como indios. De pensar que lo que estábamos haciendo entonces era lo difícil (igual que lo pensamos ahora). De pensar que estábamos en un momento decisivo cuando no éramos más que críos, cuando en realidad los recuerdos que tengo, incluso los peores, están envueltos en la misma áurea dorada que la de los atardeceres con calefacción. Como una especie de paz absoluta a pesar de todo, una paz que sé que solo tengo con ciertas personas. Y es una sensación que se ha ido de golpe y que intento recomponer, cachito a cachito, desde lejos o desde cerca, o por pocos días, para que al menos me deje un sabor de boca suave cuando se vuelva a ir.
Érase que se era una fiesta en una casa con las ventanas cerradas y los postigos echados y una nube de humo de mandrágora muy grande que salía de los cigarrillos y se metía entre los rizos del pelo de las chicas que hacían bailar las pestañas y las faldas y las uñas sobre las boquillas de medio metro de sus cigarros y los vestidos de seda que caían por los hombros blancos y acariciaban las pajaritas de los señores. A medianoche se coló un rayo de luna muy pequeñito por la rendija de una puerta y se proyectó contra las baldosas porque la música le había despertado y quería ver a todas las mujeres con los vestidos y los cigarros de metal de medio metro y a los hombres con la barriga enfundada en el esmoquin y los puros que hacían humo negro. Una de las mujeres que era su madre se separó del grupo y fue a decirle que se volviese a dormir. El rayo de luna le dijo que tenía miedo de volver a su habitación porque el pasillo estaba oscuro y creía que había monstruos escondidos en su armario. "No seas tonto" le dijo su madre "allí no es donde están los monstruos." Y lo mandó de vuelta a la cama.
Cuando era pequeña siempre llevaba un diario personal, de esos en los que empiezas escribiendo "Querido diario, dos puntos, párrafo" y que olvidas al cabo de unas semanas, meses a lo sumo, porque cuando lo relees te das cuenta de que te importa más bien poco lo que has hecho hace unas semanas, y porque lo importante no te atreves a apuntarlo, no sea que sobre el papel se vuelva más real. O porque solo escribes cosas tristes que luego no quieres releer. Pero hoy me he dado cuenta de que debería volver a apuntarme las cosas que voy haciendo, lo que se me ocurre de repente, no por mí, sino para ellos, que están al otro lado del teléfono, al otro lado del teclado, para no decirles siempre "bien, bien" o quedarme colgada con el aparato en la oreja y la boca entreabierta intentando recordar algo que quería decir. Para no andar pensando "ay, podría haberle contado esto o lo otro" mientras recojo los apuntes de encima de la cama a medianoche, o "ayer hice esto y lo otro (y entre paréntesis, omitido, elidido y sincopado "y tú no estabas")". Para recordar todas las películas que hay que ver, todos los sabores de té que hay que probar, todos los platos que hay que cocinar, para hablar como si discutiésemos alrededor de una cachimba de manzana, o sobre una litera. Para probarles que sigo ahí. Para probarme que siguen ahí.
Mira, no pido mucho,
solamente tu mano, tenerla
como un sapito que duerme así contento.
Necesito esa puerta que me dabas
para entrar a tu mundo, ese trocito
de azúcar verde, de redondo alegre.
¿No me prestás tu mano en esta noche
de fìn de año de lechuzas roncas?
No puedes, por razones técnicas.
Entonces la tramo en el aire, urdiendo cada dedo,
el durazno sedoso de la palma
y el dorso, ese país de azules árboles.
Así la tomo y la sostengo,
como si de ello dependiera
muchísimo el mundo,
la sucesión de las cuatro estaciones,
el canto de los gallos, el amor de los hombres.
solamente tu mano, tenerla
como un sapito que duerme así contento.
Necesito esa puerta que me dabas
para entrar a tu mundo, ese trocito
de azúcar verde, de redondo alegre.
¿No me prestás tu mano en esta noche
de fìn de año de lechuzas roncas?
No puedes, por razones técnicas.
Entonces la tramo en el aire, urdiendo cada dedo,
el durazno sedoso de la palma
y el dorso, ese país de azules árboles.
Así la tomo y la sostengo,
como si de ello dependiera
muchísimo el mundo,
la sucesión de las cuatro estaciones,
el canto de los gallos, el amor de los hombres.
-Happy New Year, Julio Cortázar
Sus padres se reían de ellos porque ya eran adultos pero vivían como niños. Con las emociones a flor de piel, circulando plantas trepadoras de colores por las venas. Niños salvajes encaramados a una litera, nórdico arriba si tenían frío, nórdico abajo cuando se acordaban de poner la calefacción. Remoloneando, echándose perfume, leyendo cuentos infantiles tumbados boca arriba, buscando entre el desorden migas del pan de ayer para devorar con chocolate cuando tenían hambre. Si se cansaban de estar en casa salían a subir y bajar las escaleras de los túneles del metro cogidos de la mano o a adormilarse uno encima del otro en un banco de piedra con vistas a la ciudad entera y unas corrientes de aire que les hacían temblar de frío como gorriones. Cuando tenían sed, compraban zumo y coca-cola. Se vestían y desvestían uno enfrente del otro, hablando o en silencio, como si lo hiciesen delante de un espejo. Reían con locura y lloraban también con locura. Y cuando llegaba la madrugada y la ciudad dejaba de ser acogedora y se volvía naranja y borrosa bajo la lluvia, ambos se entregaban sin pensarlo a un sueño profundo y pesado, vacío de imágenes y de colores, cálido, un sueño que solo se tiene durante la infancia, cuando duermas donde duermas estás convencido de no dormir solo.
Menos mal que al bajar del avión tengo un gato de tormentas para secarme las lágrimas y darme un trozo de pastel de zanahoria y devolverme todo el calor que me he dejado aparcado en el Paguí de la Fgans.