Cuando era pequeña siempre llevaba un diario personal, de esos en los que empiezas escribiendo "Querido diario, dos puntos, párrafo" y que olvidas al cabo de unas semanas, meses a lo sumo, porque cuando lo relees te das cuenta de que te importa más bien poco lo que has hecho hace unas semanas, y porque lo importante no te atreves a apuntarlo, no sea que sobre el papel se vuelva más real. O porque solo escribes cosas tristes que luego no quieres releer. Pero hoy me he dado cuenta de que debería volver a apuntarme las cosas que voy haciendo, lo que se me ocurre de repente, no por mí, sino para ellos, que están al otro lado del teléfono, al otro lado del teclado, para no decirles siempre "bien, bien" o quedarme colgada con el aparato en la oreja y la boca entreabierta intentando recordar algo que quería decir. Para no andar pensando "ay, podría haberle contado esto o lo otro" mientras recojo los apuntes de encima de la cama a medianoche, o "ayer hice esto y lo otro (y entre paréntesis, omitido, elidido y sincopado "y tú no estabas")". Para recordar todas las películas que hay que ver, todos los sabores de té que hay que probar, todos los platos que hay que cocinar, para hablar como si discutiésemos alrededor de una cachimba de manzana, o sobre una litera. Para probarles que sigo ahí. Para probarme que siguen ahí.