Estos días querría volver a
París. Irme una mañana con cuatro cosas en una bolsa, leer en el aeropuerto
alguna novela muy lejana. Alguna de Balzac o de Terenci Moix o de mis
victorianas, que me enseñaron a sentir cuando aún no sabía. Coger el avión con
una sonrisa tranquila. Esperar en la fila para subir las escaleras mientras el
viento me agita el vestido. Dormir durante todo el vuelo. Coger un taxi desde
Beauvais y perder la tarde entre las calles del centro. Encendería la música y
respiraría muy fuerte y me dejaría sumergir en una tristeza tibia y soportable,
pensaría que la ciudad sigue siendo igual de bonita, que eso no ha cambiado. Me
acordaría del primer verano que la exploré y de lo feliz que había sido
perdiéndome completamente sola entre sus calles, con el pelo más largo y el
corazón más pequeño, con un mapa y un paraguas en el bolso, hablándoles en
inglés a todos los camareros en los cafés. Redescubriría la ciudad, ni triste
ni feliz. Serena. Curándome con los atardeceres que aquí no puedo conseguir. Con
el aire que sopla en lo alto de Montmartre que la ventana de mi habitación me
niega y que necesito tanto.
Creo de verdad que esa es la patología que provoca París, nos transforma a todos en enfermos con un déficit agudo de París. Volver de París y sentirse igual que cuando aún no habías ido, es un error de los graves (si es que eso es posible). De alguna forma, París ata la esperanza y la memoria cuando uno regresa de ella. Y sólo queda decir eso "del sólo nos quedará París", y tal vez eso sea lo peor: que siempre queda París, queda muy, muy lejos.