Conforme voy creciendo me doy
cuenta de que he decidido que mi vida discurra entre idas y venidas, y que por
eso tengo que forzarme a perderle el miedo a los aviones. No, no es el avión el
que me asusta, sino el aeropuerto, esa extraña ciudadela de cartón piedra en
mitad de la nada que tratan de hacernos pasar por un sitio acogedor, con todos
esos cristales y esos suelos tan fríos y los jóvenes que duermen entre el
sonido de los megáfonos, al sol de un ventanal con la chaqueta enrollada debajo
de la nuca.
En los aeropuertos la gente no es nadie ni pertenece a ningún sitio.
No me asusta que me lancen al cielo, me asusta la sensación terrible de náuseas
al romperme en cachitos en el aire para recomponerme después en mi ciudad, en
mi casa, de volver tanteando con las palmas de las manos abiertas como si
hubiese perdido la vista y todas mis cosas (mis postales, la rosa seca de la
pared, los lapiceros en sus portalápices, la lámpara, el bloc de dibujo, los
libros detrás de la estrella de mar en la estantería, la botella de cristal con
la varita mágica, la mosquitera encima de la cama, el espejo que se ilumina de
dorado como un lago los días de invierno a las cinco de la tarde) se me
revolviesen hostiles como perros guardianes que no reconocen el olor de su
dueño. Como he decidido que mi vida discurra entre un continuo hacer y deshacer
de maletas, me he hecho la promesa –como tantas otras veces para tantas otras
cosas a lo largo de este año- de endurecerme y volverme una estatua que se seca
al sol, y dejarme zarandear para que las grietas que puedan
llegar a hacerse por los golpes del aire no penetren de forma tan profunda en
cada despegue ni se claven tanto en cada aterrizaje, estirándose como la piel
seca de las manos mientras sujeto con fuerza los libros y el avión se eleva,
tan fuerte que los nudillos se me ponen blancos y el sol de por encima de las
nubes me ciega como si fuese otro sol diferente de un mundo distinto, y de
repente el avión se queda quieto y horizontal, como colgado de un hilo por
encima de un mar de nubes rosas que hace daño mirar, y me doy cuenta de que el
corazón no me ha latido tan fuerte como yo creía y que en realidad me da igual
que se rompa el hilo y me caiga porque el cielo está precioso y en realidad
morir así, en mitad de la nada, cuando no soy nada ni nadie y abajo no hay nada
más que nubes, no sería tan trágico, ver subir en picado una fila de nubes a
través de la ventanilla mientras sujeto con fuerza mi libro de Sampedro y mi libro
de Virginita y le digo que también yo caeré hacia abajo en los ríos. Pero el
avión no se cae y yo hago un ovillo con la bufanda y me duermo con la mejilla
bañada por el sol y las nubes y cuando llego al aeropuerto llueve y hace frío y
mamá me viene a buscar y me anuncia que me he puesto enferma incluso antes de
que yo lo sepa, y me refugio en el sofá con Saria, que me reconoce, con la
nariz debajo de la manta que me ha visto crecer y huele a casa, y me acuerdo de
las mujeres que me miraban en las sillas del aeropuerto y que creyendo que no
podía entenderlas se susurraron que vaya chica tan triste, y yo escondí la
nariz debajo del libro como lo hago debajo de la manta y el chico que iba
detrás de mí en la fila de embarque se sentó a mi lado y se puso a escuchar
música y rogué por sentarme al lado de una pareja de cuarentones de esos que se
piden un zumo y se duermen silenciosamente el uno con la cabeza en el hombro
del otro y no intentan hablar ni tratan de darte una identidad preguntándote a
dónde vas ni de dónde vienes. Hoy, buscando un perfume, me he encontrado con la
desaparición de uno de los frascos de cristal en la balda del baño, un frasco
que llevo anhelando y temiendo a partes iguales todo un año. Hoy ha
desparecido, como si nunca hubiese estado allí, y como no lo he encontrado por
ninguna parte me lo he tomado como una buena señal. El universo sabe lo que
pienso y me ha dado la razón. Y ese frasco nunca ha estado ahí, y no pienso
buscarlo porque nunca más volveré a colocarlo sobre esa balda. Hoy me he
acordado del aeropuerto mientras esperaba en la parada del bus y la lluvia se
resbalaba por las hojas del árbol de enfrente y se me escapaba un poco de vaho
de los labios y he pensado que aún tengo la maleta a medio deshacer y justo ha
pasado un coche en la oscuridad que ha iluminado con los faros delanteros las
gotitas de agua atrapadas en el cristal de la marquesina y me he dicho que pese
a todo, no dudaría ni un segundo en coger otro avión.
En los aeropuertos pueden pasar cosas maravillosas. Me ha gustado tu entrada. Muy bonita.