Ya no es lluvia de verano porque este agua es helada y hiela los huesos y truena a lo lejos más allá de los cristales. Truena lejos para no espantar a los pájaros que no saben dónde refugiarse ya porque cada vez hay más edificios de piedra sin repisas y porque los árboles de la terraza aún son demasiado pequeños y están llenos de lagartos. Llueve lluvia helada como cuando era pequeña y aún no sabía muy bien cómo vestirme y se me helaban los pies y me agobiaba el olor de los radiadores y la lana caliente en el pecho y me asomaba a la ventana de la esquina para ver llover como si fuese parte de alguna película donde la niña vive en una casa vieja y grande y ve llover en la calle desierta y plomiza desde una ventana carcomida y la rodeaba un halo de luz naranja que me persigue allá a donde vaya como para recordarme que aún sigo siendo una niña y que siempre llegará el otoño para lloverme y hacerme frío y para acurrucarme sola bajo las sábanas y la luz naranja y el olor de la lana caliente.
¿Una niña que va dejando un rastro de comas que se han ido desprendiendo de su vestidito de cuento de lana, sobre la tarima del oscuro y bucleante pasillo?
Este texto me resulta, pese a tanta destemplanza ambiental, un bello ejercicio de cálida ternura.