Alba* ha vuelto.

*(No la Alba parisina, la Alba de Ginebra. Para los que me entiendan.)


Desde hacía algún tiempo, Alba había observado que si fijaba la atención la vista en lo que la rodeaba, esto adquiría un brillo extraño, difuminado y muy reluciente, como si la luz del sol incidiese de forma extraña. Más de una vez se había detenido en mitad de la acera y había extendido los brazos con las palmas de las manos hacia afuera, como si pretendiese tocar un árbol o un coche cercanos que de repente reflejaban, estaba segura, todos los colores del arcoiris.
Pero cuando su mano se detenía sobre la corteza del tronco o el
capó, los colores desaparecían y sólo podía ver una corteza marrón oscura y un capó que reflejaba la luz blanca y ordinaria del sol. Con el paso de los días, que conformaron semanas como collares de cuentas, había aprendido ya a ignorarlo como quien se acostumbra a unas gafas nuevas, pero tenía la impresión de que cuando su madre le cepillaba el pelo cada noche en silencio, la habitación resplandecía de tal forma que se veía capaz casi de tocar la fina pared invisible que la rodeaba y que en aquellos momentos se materializaba con tanta claridad que Alba podía asegurar (aunque no se atrevía a hacerlo por no demostrarse a sí misma que se estaba volviendo chalada) que se encontraba justo en el interior de una burbuja de jabón.











Dios mío, cuántas cosas en tan pocos días. Me alegro de haber vuelto.

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