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Lunes, 21:28.

El ansia de poseer de Ginebra no era física, en realidad. Era un deseo inexplicable, como el de un niño pequeño que empieza sentir impulsos que no sabe cómo explicar y que nunca sabrá como explicar, que quedarán enterrados debajo de montones de cosas más importantes, grandes como elefantes de tela. El ansia de poseer de Ginebra era un ansia porque quería poseer cosas imposeíbles. Quería poseer imágenes, sensaciones al vuelo, mordiscos al aire.

Esa chica sentada sobre su maleta en el suelo sucio del andén, un golpe de vista con una sonrisa dispersa entre las dos cascadas paralelas de pelo casi blanco a la luz de los focos, como una nómada con tacones. El niño de pelo rizado que había corrido verdaderamente esperanzado delante de su madre intentando alcanzar el autobús en el que se alejaba sin dejar de decir adiós con la mano la niñita a la que acababa de conocer hacía unas cuantas paradas. Las luces que se apagan al otro lado de la ventanilla del autobús cuando se aprieta la frente contra el cristal en un mareo de cansancio. La mirada del hombre con gafas en el paso de peatones a la mujer que caminaba con las manos en los bolsillos de los vaqueros. La declaración repentina de amor que un desconocido le había hecho una vez a Sabina en el metro de Barcelona. El chaval que leía solo en mitad del parque como un náufrago, la espalda apoyada en el tronco de un árbol raquítico.

Las farolas de la ciudad y el neón que perforaba la cabeza. Los labios de algún desconocido sin rostro deslizándose entre la multitud, las miles de caras que luego se le aparecían en sueños. Las casualidades que juraba recordar y que se le olvidaban en cuanto salía de la ducha. Esa sensación tan extraña de impertenencia al mirarse al espejo desnuda, de frente y de costado, cuando se miraba y se veía así como de golpe y sin avisar, y durante unas centésimas de segundo no sabía decir quién era la chica tan sorprendida y blanca que la miraba desde el otro lado y le daba como una especie de vértigo. A veces se sentía como una cámara dentro de una carcasa, como la prueba viviente de que la vida está demasiado bien planificada como para no ser el guión de una película muy superior.

Incluso a veces llegaba a sentir -y esto era de lo más perturbador- que ella misma era uno de esos suspiros que intentaba retener en su bote de cristal como si fuesen mariposas, y que no era más que eso. Una sombra que alguien había visto por la calle y de la que había imaginado una historia. Cuando pensaba en esas cosas le daba un vértigo muy grande y corría enseguida a meterse debajo del grifo de la ducha.

El vestido blanco de Ginebra.

Ginebra tenía muchos vestidos, porque desde hacia algunos años había decidido que el vestido era lo más cómodo y bonito para llevar, y siendo así, por qué rebajarse a cualquier otra prenda más incómoda que revelase, al pegarse a ellos, la redondez de sus muslos. Conforme pasaban los años la colección de vestidos  había ido aumentando y evolucionando, ya que en cuanto Ginebra descubrió el negro ya no se volvió a separar de él, y nunca más pudo respirar fuera de los colores oscuros y apagados. Como esos peces que viven en las profundidades abisales del océano, donde ya sobra la luz. 
Sin embargo, aún guardaba un vestido blanco en una esquina de su armario, colgado como una paloma blanca. Era un vestido que ya le quedaba pequeño, ajustado y de manga corta, con un escote circular y flores bordadas. Con ese vestido había llevado el pelo largo, con ese vestido había ido al teatro con Maurice y había estudiado el bachillerato. Con ese vestido se había acostado por primera vez con Arcadio. Con ese vestido había paseado por el centro con Sabina y, una tarde de verano que se preparaba para salir, después de hacerse un moño deshecho y pintarse los labios de un rojo reluciente, se había encontrado más guapa que nunca frente al espejo que tenía a los pies de la cama, iluminada por los rayos suaves del sol. Había permanecido mirando su reflejo resplandeciente y tocándose el hombro durante al menos un minuto, sin creerse lo que estaba viendo. El vestido brillaba, el rojo brillaba y ella brillaba, ella, que siempre se miraba de reojo antes de salir con una mueca de resignación. Luego se había cortado el pelo y se había comprado vestidos negros, y el sol nunca había vuelto a sonreirle de esa manera ni el vestido a quedarle tan bien. Por eso no quería tirarlo, porque en ese vestido demasiado pequeño de tela barata se encontraba la mitad de su pasado deshilachado, las huellas de los dedos de Arcadio, el aroma del té con Sabina y el momento en el que otra Ginebra se le había aparecido bajo los rayos del sol, una Ginebra blanca y resplandeciente, inocente como una margarita.

Between two points.

NOTA: Al final me he atrevido a plasmar en papel el primer encuentro verdaderamente, digamos, crudo, entre Ginebra y Alba, su primer y verdadero "Hola, ¿qué tal estás?" A quien no le guste, que obvie toda la siguiente entrada y en su lugar las imagine a las dos tomando un café como dos señoritas y despidiéndose con cierta tensión y un par de besos en la mejilla. Yo he avisado.







Cuando Alba entró en el baño volvió a sentir la sensación de tener un reptil escurridizo descendiendo por su espalda y alargó los brazos alarmada hacia sus omoplatos para palparse, pero no encontró nada. Se miró al espejo sujetándose con ambas manos en el lavabo para no caer, y el vidrio le devolvió la imagen de su cara difuminada como una aparición de color yeso, distorsionada por el calor, de labios y pelo indescriptiblemente rojos. En ese mismo instante la camarera entró tras ella y se encendió un cigarrillo apoyándose contra la puerta para cerrarla con una risita. El baño era muy pequeño; apenas un lavabo y la cabina aislada donde se encontraba el váter, cuya puerta en ese momento se encontraba entreabierta, delatando que estaban las dos solas.

La camarera la miraba fijamente mientras le daba caladas al cigarrillo. Alba sentía sus ojos de gato de mala suerte fijos en ella, expectantes, y se mareó de golpe hasta el punto de tambalearse. La camarera no se inmutó.

-Tengo bichos recorriéndome todo el cuerpo –le intentó explicar, pero escuchó su voz como por debajo del agua, y vio cómo le salían burbujas por la boca, que ascendían tambaleándose para fundirse con el humo del tabaco.

-Pobre niña –susurró Ginebra sin dejar de fumar mientras se acercaba a ella lentamente, como deslizándose sobre sus tacones. Alba sintió sus ojos enlazando los suyos, reteniéndolos, paralizándola como un mosquito en una tela pegajosa e irresistiblemente suave. Le sudaba la frente. La camarera se detuvo a pocos centímetros de su cara, sin pestañear ni una sola vez con las pestañas bañadas de kohl negro. Expulsó una última bocanada de humo sobre la nariz de Alba, que cerró los ojos entre curiosa y abotagada. Notaba todo su cuerpo pesado, vago, insoportablemente palpitante, y los labios de cereza de la camarera sonreían extrañamente delante de sus ojos mientras esta aplastaba la colilla con la punta del zapato.

-Pobre niña – repitió sin dejar de susurrar, atrapando un mechón de pelo rojo entre los dedos. Alba se sintió retroceder hacia el cubículo del váter empujada por Ginebra, que avanzaba sin tocarla y que echó el pestillo tras ellas una vez que hubieron entrado y Alba se hubo acorralado ella misma entre Ginebra y la pared. Se dejaba mecer en susurros, sin apartar la mirada, como si las uniese un hilo invisible. Recordó que había leído que en épocas pasadas los científicos pensaban que el sentido de la vista se basaba en una sustancia intangible que surgía de las pupilas y que, como otra extremidad, tocaba los objetos para adivinar su forma. Alba era capaz de sentir en ese momento cómo los ojos de Ginebra la tocaban. Hasta que una mano física le acarició con delicadeza los labios, lentamente, para luego descender por la barbilla y el cuello, por la línea del escote hasta el ombligo.

-Vamos a ver dónde se esconden esos bichos –susurró Ginebra en su oído para luego descender en línea recta por su cuello, acariciándolo con los labios. Se apretó contra ella para introducir su propia mano helada por su espalda y desabrocharle el sujetador. Alba intentó agradecerle sus buenas intenciones, convencida de que Ginebra iba a encontrar y a echar al lagarto que tanto la molestaba. Pero no consiguió que de su boca surgiese ningún sonido, a excepción de un ligero suspiro de sorpresa al sentir el click del cierre y sentirse de repente liberada.

-¿Mejor? –preguntó amablemente Ginebra descendiendo la boca por su pecho, y ascendiendo la mano izquierda hacia la misma dirección. Alba asintió imperceptiblemente, creyendo escuchar golpes en la puerta. Sin embargo Ginebra no daba signos de haber escuchado nada y Alba volvió a sentir al lagarto deslizarse por su vientre y pegó un respingo. Pero Ginebra la calmó rápidamente como a un niño pequeño y en ese momento se dio cuenta de que no era ningún lagarto, sino su mano, fría y suave, que se escabullía bajo la cintura de la falda y descendía sin despegarse de su piel. Ginebra volvió a reír silenciosamente en su oído, mientras los golpes en la puerta aumentaban y Alba arqueaba la espalda en un escalofrío involuntario, sintiendo cómo la mano de la chica comenzaba a acariciarle, suave como una pluma, como si fuese ella misma la que lo hiciese, arrancándole gemidos leves en su sopor inconsciente.

-Te gusta mucho Arcadio, ¿verdad? –le preguntó Ginebra en un murmullo. Alba creyó escuchar en ese preciso momento al propio Arcadio al otro lado de la puerta, vociferando insultos y dando golpes, y se preguntó con media sonrisa involuntaria si la habría oído gemir-. Bueno, veremos si eso cambia. Me llamo Ginebra –añadió Ginebra al oído de Alba, antes de descender hasta el suelo, junto a su falda.  

El blues de los ojos de octubre.

Esa misma sensación de limpieza, la elegancia del cuello vuelto y el perfume caro y el afeitado descuidado que dejaba en su cara una estela entre gris y plateada fueron los que llenaron a Alba de un cosquilleo y una flojera aún más fuerte que la producida por una fotografía perfecta. Como una mosca que se le hubiese posado en la nariz. Desde que se había encontrado al escritor le temblaban las rodillas y la lengua se le había quedado pegada al paladar. Recordó que sus amigas siempre se burlaban de ella por gustarle Hugh Laurie, diciéndole que podía ser su padre -y puede incluso que la connotación perversa de esas palabras hiciesen que le gustase un poquito más, inconscientemente-, y ella misma se sorprendía a sí misma al descubrirse viendo House -serie que era completamente incapaz de seguir- con cara de concentración pero sin atender a uno solo de los diálogos, perdida en las arrugas de las comisuras del actor de ojos perdonavidas, arrugas que se le aparecían casi como cicatrices de guerra, arrugas que había que ensalzar porque todos y cada uno de los pliegues de su piel eran dignos de ser adorados, como ríos de carisma que vertebrasen un desierto árido y común. Por eso no se extrañó al verse a sí misma buscándoles rasgos comunes a Arcadio y al Dr. House en secreto y concluyendo que su principal paralelismo era sin duda la mirada: las dos azules, de viejo enfrentado al mar, las dos nubladas, con una llama de antorcha olímpica ardiendo en algún punto detrás del hielo. Unos ojos cortantes de octubre, que también exhalaban perfume, que también eran puros como los productos de limpieza antisépticos que su madre le obligaba a empuñar día tras día sin admitir excusas ni quejas y que le dejaban las manos apestando a limón durante horas. 

La camarera de pelo negro les tomó nota sin levantar los ojos del papel en un silencio eterno y se fue sin dirigirles ni una sola palabra más. Un camarero diferente les trajo los tés un poco más tarde, y Alba pudo darse cuenta de que la chica trataba de evitar a toda costa su zona, los ojos fijos en el suelo como si quisiese atravesarlo. Y se preguntó qué historia se llevarían ella y el escritor. Entretanto, Arcadio continuaba hablando, ignorante, dándole una clase de arte contemporáneo como si Alba le hubiese acompañado expresamente para aprender sobre la técnica impresionista. Y realmente le hubiese gustado enterarse de lo que estaba explicando el escritor, pero cada vez que intentaba prestar atención al libro esta se acababa dirigiendo irremediablemente hacia sus manos. Y cuando él la miraba directamente ella se esforzaba en parecer que había escuchado y entendido algo, y abría mucho los ojos como extasiada y desplegaba las pestañas como abanicos. 

No supo en qué momento comenzó a escuchar su voz como a través del agua y los cuadros comenzaron a dar vueltas delante de sus ojos y las mujeres de Matisse comenzaron a sonreirle con dientes de azafrán y sintió que alguien le vaciaba el cuerpo y que flotaba como un globo por encima del asiento. Y era feliz porque el escritor le sonreía y podía sentir de repente sus ojos acariciándola y cada vez se ahogaba más en el techo y el el mar de octubre, y en las manos que no eran ya desiertos sino oasis en los que ella llevaba tanto tiempo queriendo refugiarse aunque no se atrevía a admitirlo porque el escritor era tan viejo y ella nunca había hecho nada con un chico, y de repente le dieron unas ganas terribles de besarlo porque se parecía a Hugh Laurie y ya no le importaba nada, y quería zambullirse para siempre en ese día nublado y en el almidón de la camisa blanca. Así que dejándose llevar por un alegre impulso que era mucho más fuerte que ella, le interrumpió a mitad de la frase apretando su boca contra la de él y aspirando su olor tan cerca como sabía que siempre había querido hacerlo, y notó cómo los labios de él, tensos al principio por la sorpresa, se relejaban y comenzaban a acariciarla con ansia experta, y cómo su lengua comenzaba a abrirse paso, y al notarla, rugosa y cubierta de una saliva extraña, Alba no pudo evitar pensar en la imagen de un perro, y en ese momento sintió la inconfundible sensación de tener un lagarto subiéndole por la espalda, y se separó del escritor pegando un bote. Se giró sobre ella misma palpándose la espalda, pero el lagarto, cuyas patas frías y viscosas había sentido con toda claridad subiendo por sus vértebras, había desaparecido sin dejar rastro. 

-¿Te pasa algo? -preguntó Arcadio, entre excitado y molesto.

-Sí. No. Nada -respondió Alba, y su voz le sonó a la de otra persona-. Voy... voy un momento al baño.

Al levantarse sintió cómo todo el peso que le habían arrebatado volvía de golpe, descargándose sobre ella y sus rodillas, que se doblaron como hechas de mantequilla bajo sus caderas. Tambaleándose, tanteó con las manos a lo largo de la pared buscando la puerta del baño. Y podía haber jurado que en ese mismo momento, la camarera de pelo negro y tacones negros la estaba mirando. Y sonreía.




PD: Toda esta entrada ha sido redactada e ideada con música de Hugh Laurie, por cierto.





Las parejas del Central Park.

Aunque era un secreto, Alba sentía una extraña predilección por las fotos que los fotógrafos profesionales cuelgan en los escaparates de sus estudios. Cuando veía a todos esos bebés sonrosados entre nubes falsas de algodón, modelos haciendo equilibrios sobre bordillos de fuentes y jóvenes parejas paseando por el parque, había una parte de ella que se estremecía de placer sin querer admitirlo. No se permitía a sí misma detenerse delante de las serie de caras sonrientes en papel de foto reluciente tamaño Din a5 por pura vergüenza, pero sí que observaba de reojo irremediablemente todas y cada una con un sentimiento que tenía un nosequé de sueño americano. 

Interiormente y con bochorno, Alba ansiaba acercarse de alguna manera a aquellas escenas que olían a suavizante de ropa y donde no había charcos de agua sucia ni mierdas de perro por las calles y encerrarse en un bucle sin fin, inmortalizada en el Central Park con el sol en el pelo, con un chico a su derecha que la mirase en un ángulo perfecto con un jersey de cuello vuelto. Un amor limpio y fresco como las sábanas recién puestas, blanco, insípido e indoloro. Alba sabía que nada podía cambiar esas fotos, los bebés siempre tendrían la piel rosada y los hoyuelos blanditos, los comulgantes de sonrisa tímida nunca se convertirían en adolescentes malhumorados que se revientan los granos de la frente delante del espejo, los recién casados siempre estarían besándose. La idea de que la perfección de esas escenas no se corrompería nunca por un lado le fascinaba y por otro lado le daba ganas de vomitar. También sabía que para ser tan perfectas debían ser forzadas, y por tanto no existía tal perfección porque no era compatible con la espontaneidad. Pero aun así, a veces se daba el gusto de dejarse creer que la pareja del Central Park (un James y una Natasha cualesquiera) se acababan de comprar el loft de sus sueños y ese domingo tenían la vida resuelta y era verdad que había personas así, y entonces sentía un cosquilleo y una envidia deliciosa que probablemente fue la misma que sintieron mucho antes que ella y al otro lado del charco toda una generación de americanos al ver la Estatua de la Libertad.

Te presento a Ginebra.

Alba se sentía como envuelta por la niebla de un sueño mientras se dejaba arrastrar por el escritor a lo largo de calles estrechas y pobres cada vez más alejadas del centro de la ciudad, hacia un barrio que únicamente conocía de ciertas ocasiones en las que, completamente bebida, caminaba tambaleándose feliz entre sus amigas sin reconocer ni uno solo de los portales por los que pasaba. Esas calles ahora, bañadas por la luz del día y con la textura de sus paredes reveladas en toda la crudeza, no le parecieron para nada divertidas, sino pobres, sombrías y tristes, y se sintió estúpida y un poco culpable por haberse reído a gritos con una botella en la mano sin pensar en las ventanas cerradas de madera carcomida y en la gente que intentaría dormir tras los cristales sucios. Mientras tanto el escritor continuaba con su cháchara sobre arte moderno, con voz cálida como una ducha tibia, sin esperar en ningún momento una respuesta de Alba. Arcadio continuaba con toda la tranquilidad del mundo tejiendo un hechizo de tela de araña con sus palabras, dando puntadas aterciopeladas aquí y allá, dejando que Alba se pegase en el centro como un mosquito.

Al fin llegaron a la tetería, un local pequeño y de techo bajo, de paredes decoradas por tapices y letras islámicas. Aunque en el mostrador había una gran muestra de cachimbas de medio metro, tras la prohibición de fumar en espacios públicos todas habían quedado inutilizadas y no servían más que para decorar. En el centro de la sala había una pequeña fuente de yeso blanco, seca y llena de guijarros, y un biombo separaba las puertas del los baños. La gente se agrupaba en pequeñas mesas de madera desteñida sobre pufs de cuero, hablando en susurros y bebiendo de pequeñas teteras metálicas que llenaban el ambiente con un vaho dulzón de canela y pimienta. Se sentaron en una mesa de un rincón esperando a que les atendiesen. De fondo sonaba un tenue hilo musical de jazz entremezclado con la voz susurrante de una cantante. Alba se sintió aún más dentro de un sueño al ver los ojos del escritor escudriñándola desde el otro lado de la mesita baja, reluciendo como el filo de un cuchillo en la penumbra del local.

-Me recuerdas a las chavalas que pintaba Toulouse, tan niñas y tan femeninas… estoy seguro de que tienes el mismo cuerpo que ellas.

Alba enrojeció hasta las orejas, y el escritor lo notó.

-No te de vergüenza, mujer, que hablo desde un punto de vista estrictamente artístico. Perdóname, yo es que soy así, estoy demasiado obsesionado con las comparaciones. Se diría que no puedo concebir a las mujeres fuera de los cuadros. Escucha, al menos no te he dicho que me recuerdas a una de las mujeres de los expresionistas. Entonces sí que podrías haberte enfadado conmigo.

Justo cuando terminaba de hablar se acercó la camarera a atenderles, bolígrafo y libreta en mano. El escritor levantó la vista y sonrió con una especie de ternura premeditada.

-Ah, debí haber imaginado que lo de Norah Jones era cosa tuya.

Alba la miró también. Desde las alturas de unos tacones de salón negros que acababan donde empezaban las puntas de unos pitillos grises y una camisa holgada, una chica de pelo negro y corto clavaba sus ojos fulminantes en el escritor. El bolígrafo había quedado aprisionado en su mano crispada, contraída por la sorpresa. Alba se la imaginó inmediatamente como una de esas chicas que aparecen en las fotografías en blanco y negro fumando sensualmente un cigarrillo, envueltas placenteramente entre una nube de humo gris  como si el fotógrafo las hubiese descubierto in fraganti haciendo algo muy íntimo y hubiesen  decidido compartirlo con él. 

-¿Qué haces aquí? –musitó entre dientes. Alba se impresionó de los modales de aquella camarera, que más bien parecía querer echarles del sitio. Arcadio enarcó las cejas gruesas, respondiendo con una indiferencia también fría.

-¿No es evidente? Vengo a disfrutar de vuestro té. Ah, Alba –dijo, acordándose de repente y volviéndose hacia ella-, te presento a Ginebra, una vieja amiga. Ginebra, esta es Alba.

Su voz parecía estar llena de una significación oculta, y Alba, en medio de su atontamiento, tuvo el presentimiento de que la visita no había sido fortuita, sino fríamente calculada. La camarera la atravesó con la mirada a través de unos párpados cubiertos de sombra de ojos negra como sus tacones, que escondían unos ojos bestiales como los de un animal salvaje. Alba, que no podía apartar a su vez la mirada, se sintió completamente desnuda delante de ella, como si adivinase absolutamente todo lo que pasaba en el interior de su cuerpo, desde sus pensamientos más íntimos hasta el vaivén de los líquidos de su estómago, y pudo percibir una conexión fortísima, mucho más fuerte que la que había sentido con el escritor, muchísimo más fuerte que la que había podido sentir con cualquier otra persona. Sintió, en ese momento en el que las sus miradas se cruzaron, que el escritor –que en ese momento las observaba a las dos satisfecho como un pintor que mirase desde lejos su obra terminada-, con sus malas artes, había hechizado y revuelto el destino de las dos entre sus manos de mago, uniéndolos en un nudo doloroso e irrompible que parecía haber sido planeado desde hacía ya mucho tiempo.

La Flor de Almibar.

Cuando Alba terminó de bailar ese día hacía un calor tan espantoso que le pareció que se le había fundido el maillot con el cuerpo. Salió de la academia al tiempo que se colocaba los auriculares en las orejas, intentando olvidar el dolor sangrante que sentía en las uñas de los dedos de los pies, y lo poco que le apetecía llegar a casa y tener que ponerse a estudiar. Se sentía febril; llevaba todo el bochorno sobre la piel y la veía brillar desde los escaparates como un pez de colores.

De repente, cuando se había detenido un momento a relamerse mirando los marron glacé y los merengues de punta quemada que siempre había en la Flor de Almíbar, una mano le tocó el hombro. Al darse la vuelta se encontró frente a frente con el escritor, que la miraba con una sonrisa elegante y relamida, impregnada en perfume de hombre y rebosante hasta los bordes de dientes de un blanco impoluto. Como Alba era una niña muy bien educada, se quito los cascos, dejándolos colgando sobre el borde del escote del vestido, y repondió a su sonrisa.

-¿Te acuerdas de mí? - preguntó amablemente el hombre.

-Sí - no. Esperaba no tener que llamarlo por su nombre.

-Ah, qué bien. ¿Vas hacia algún lugar ahora?

-Bueno... vuelvo a casa ahora, acabo de terminar mi clase de baile - Alba sonrió, sonrojada ante la las continuas exclamaciones del escritor, que era todo miel y nata,.

-Yo venía ahora mismo de comprarme un libro muy bueno en la FNAC sobre Arte Contemporáneo. Tiene unas ilustraciones preciosas... ¿te gusta el arte?

-¿El arte? Sí...

-Ah, además si eres bailarina seguro que te gusta, ¿no? Porque bailar es un arte, como todo. Me alegro mucho de haberte visto. ¿Tienes mucha prisa?

La niña pelirrojiza suspiró, apabullada. Se perdía en los ojos de aquél escritor, negros como diamantes magnéticos. Reconoció esos ojos. Recordó su nombre. Y al momento, la imagen de su madre se impuso sobre todas las demás en su mente. Su madre, que la esperaba en casa mirando sin descanso álbum tras álbum de fotografías antiguas, llenándose la ropa y el pelo revuelto de polvo. Fotos de Polaroid en las que sonreía a la cámara con guantes de crepé de china hasta el antebrazo y vestidos de satén plisado y cintas de tafetán adorando el pelo. Todos esos guantes y vestidos y cintas que escondía para que su hija no los encontrase y los deformase con sus caderas y unos brazos que nunca eran tan finos como deberían.

-No, en realidad no tengo mucha prisa -resolvió Alba. Un brillo fortuito iluminó durante un segundo las pupilas del escritor, que se relamió los colmillos, se acercó un paso más y cambió por completo el tono de voz a uno más aterciopelado y menos exultante. 

-Entonces déjame que te enseñe este libro, creo que te puede resultar muy interesante. ¿Te apetece?

-Sí, por qué no -la verdad era que el libro tenía buena pinta. Y eso, parecía muy interesante. Y además ese hombre olía tan bien. Y le gustaba tanto a su madre. Por algo sería. A mamá no le importaría, pensó. Es amigo suyo, no puede hacerme nada malo. 

-Ven, te enseñaré una tetería que conozco que está cerca de aquí donde tienen un té de canela que seguro que te gusta mucho. Claro que si no te gusta el té también hay zumos y café.

-Me gusta el té -se escuchó responder Alba mientras sentía cómo el escritor le colocaba un brazo sobre los hombros y la conducía por la calle en la dirección opuesta a casa.

Maurice.

 Hope Gangloff


-¿Cómo es Mauricio? -le preguntó una noche el escritor a Ginebra. Ginebra se mordió la uña del dedo índice de la mano izquierda, con la vista clavada en la lámpara, que a su vez los miraba como conteniéndose la risa porque los estaba viendo desnudos.

-¿Maurice? Pues... no es guapo, pero tiene la piel de bebé. Es más alto que yo. Le gusta mirarme directamente a los ojos y poner caras. Fuma como un carretero y bebe como Peter Pan. Tiene miedo de muchas cosas. Cambia de estilo de vestir y de pensar cada semana. Le gusta silbar la canción que está escuchando en ese momento. Eso me pone mala. Se ata los cordones de los zapatos de una manera muy rara. No quiere que nadie lo sepa, pero tiene escondidos sus peluches en el estante de más arriba del armario. Tiene un Iphone 5 y su madre le hace la cama, pero va diciendo por ahí que es hippie y que se alimenta de libertad y eso. No se atreve a tocar mucho a la gente porque le da miedo que le aparten. Huele a vainilla. Eso me gusta. A veces me recuerda a un perrito en celo que te lame el tobillo buscando mimos. Lleva unas rastas muy largas que parecen gusanos de seda con anillos de diamantes. Los ojos los tiene pequeños y grises. Creo. No sé, oscuros. La nariz un poco grande. La sonrisa boba, pero muy abierta, que parece que le abre en dos toda la cara. Las cejas gruesas pero dulces. Los dientes bonitos y pequeños. La boca de piñón. El cuello delgado, con una peca debajo de cada oreja y otra en el hueco de la clavícula. Las manos no muy grandes, con las venas marcadas, aunque no tanto como tú que tienes manos de viejo. En general es poquita cosa. Los pies grandes y las piernas delgadas. El pecho blanco, liso. Cuando engorda se le ven menos las costillas y cuando adelgaza se le notan más. La espalda mucho más estrecha que la tuya, muy fina. El ombligo hacia adentro.

El escritor sonrió, dándose cuenta de que Ginebra había ido tocándose sin darse cuenta todas las partes del cuerpo que describía, como si ella fuese Mauricio y Mauricio fuese ella.

Claudinito.

Ginebra tenía dos amigos que llevaban juntos toda la vida. Se llamaban Claudia y Juan, pero debido a que se confundían el uno con el otro como si fuesen mellizos en vez de novio y novia, todo el mundo les llamaba de coña Claudinita y Claudinito. Al igual que Ginebra y Mauricio habían crecido juntos, pero de otra manera. Tan juntos se habían mantenido a lo largo de la niñez y la adolescencia que sus pieles parecían pegadas irremediablemente, y las manos de la una se confundían con las manos del otro.

Cuando llegó el final de su relación, Claudinita no apareció por el trabajo. Era dependienta de una sucursal perteneciente a una gran multinacional de ropa, que la despidió con la misma indiferencia con la que la había contratado. Claudinito se cambió de casa, y en cuanto se hubo instalado llamó a Ginebra para invitarla a pasar la tarde como un náufrago que hubiese encontrado un megáfono.

Ginebra encontró a su amigo mustio y encorvado como una flor sin agua. Tenía la piel de la cara marchita, como si la separación de Claudinita hubiese sido física, anatómica. Su cuerpo, ya de por sí espigado y débil, parecía aún más endeble debajo del jersey a rayas azules y negras, cuyas mangas le llegaban hasta los nudillos. El nuevo piso de Claudinito parecía una guarida de fantasmas. Todos los muebles estaban cubiertos por sábanas blancas y se dispersaban sin orden por las habitaciones también blancas y de techos altísimos, cuyo olor a pintura fresca llenó a Ginebra de nostalgia. Había cajas de cartón apiladas sin abrir y fundas de plástico transparente cogían polvo en las esquinas. Ginebra caminaba detrás de él por el pasillo sintiéndose como en casa, mientras su amigo se concentraba en liarse un porro.

















Se pusieron a jugar al guiñote sentados encima de la cama, el único lugar de la casa que no estaba cubierto por algo que lo hiciese intocable. El dormitorio, también recién pintado de color hueso, estaba completamente desierto a excepción de la propia cama, cuyas sábanas también eran blancas. Jugaban los dos en silencio, mientras Claudinito fumaba y fumaba, estirándose de vez en cuando para dejar caer la ceniza en un cenicero de cristal que había colocado sobre una almohada. Ginebra lo observaba por encima de su mano, con los ojos oscuros de párpados pesados, dándose cuenta de que Claudinito a su vez también tenía la mirada más serena y más afilada. Al verlo ahí sentado frente a ella, en silencio estoico, dueño y señor de sus sábanas blancas, de su piso impoluto, de su propio orden caótico y solitario, de los muebles mudos a los que nade había pedido destapar y del dormitorio que no hacía falta personalizar, se dio cuenta de que aquel reino nómada y helado era su reino, y de que él mismo lo había querido así. Y se vio reflejada en sus pupilas, tan frías como las suyas.

Humedeciéndose los labios, colocó otra carta entre los dos y le quitó el porro de los labios, dándole una calada. Claudinito, que ya no era Claudinito ni mucho menos, la miraba entre divertido e indiferente. Tenía la boca pequeña y los labios ni finos ni gruesos, una prominente nariz que daba el acabado a su cara de niño mal crecido y los ojos grises como nubes. Ginebra lo vio más mayor, más amargo, y se preguntó si así era como se la veía a ella de alguna manera, con la punta de los labios tan afilada y las pestañas tan negras.

-Aún no he estrenado esta cama - comentó Claudinito con la voz suave que lo caracterizaba, al tiempo que robaba otra carta. No había nostalgia en su voz; sólo frialdad.

-Qué pena. Es demasiado blanca.

-Tú dices eso porque todas tus sábanas son negras.

-Tú qué sabes.

-Oh, yo lo sé muy bien.

A los pocos minutos Claudinito se cansó del juego y abandonó las cartas sobre la cama, pasándole otro porro a Ginebra, que lo cogió entre el índice y el pulgar. Claudinito expulsó el humo mirando hacia la ventana, la cual comenzaba a oscurecer.

-Ginebra, me siento frío.

Ginebra se inclinó para besarle suavemente como respuesta. Cuando se separaron, saboreando aún una sensación que era para ambos como una cerilla encendida en Siberia, Ginebra terminó el porro y dejando el cenicero en el suelo, se abalanzó con agilidad gatuna sobre Claudinito para besarle detrás de la oreja.

-Qué tontería, somos dos animales de sangre fría, esto no lleva a ninguna parte - susurró él entre beso y beso.

-No - dijo Ginebra, sonriendo con los labios mojados -. Pero qué más da, frotaremos hasta que salten chispas.

Claudinito, que se llamaba Juan, sonrió con tristeza y se dejó caer sobre las cartas, sujetándola contra sí con fuerza como si no quisiese ver más allá de su cuerpo, como si el calor humano pudiese traspasar los poros.

Aquel día fue la primera vez que Alba decidió leer algo del escritor. Esa misma noche, abrumada por una sensación nueva y extraña, le robó a la Condesa el libro de la mesilla. Se recostó boca abajo en la cama con el camisón amarillo limón de verano, ya desteñido y suave, que olía al mismo suavizante desde hacía tantos años, y acarició la cubierta con los dedos siguiendo el ritual materno. Luego lo abrió y comenzó a leer la primera página.


Y el escritor la miraba desde cada palabra, le susurraba al oído cada frase, a ella, personalmente, como en el bar, cuando le había dicho con la mirada tantas veces que le estaba hablando a ella, a ella y sólo a ella, a pesar de su madre escondiéndola con la espalda y con el moño pelirrojo, a pesar del jazz que cubría la atmósfera, a pesar de que se obligase a esquivar sus ojos y sus palabras, siempre había sido a ella, a ella y sólo a ella. Cuanto más leía, dejándose envolver por el aura electrizante del monstruito del escritor, que hacía muy bien su trabajo, más segura estaba de que le hablaba directamente. De que la deseaba a ella. Sus ojos la buscaban y sus palabras le estaban llegando a través de esa marabunta de papeles impresos. Por eso, cuando los protagonistas se tocaban no podía evitar que se le pusiese la piel de gallina, y cuando se besaban no podía evitar llevarse la mano a la boca. Se dejaba llevar por el hechizo del escritor, se dejaba hundir más y más en el encanto de la historia, en la nube de algodón de azúcar que envenenaba cada milímetro de su piel y la hacía arder. Se dejaba acariciar por el hijo de papel como si fuese un mensajero de su creador. El escritor la deseaba a ella, sólo a ella, a ella…




Totalmente anacronico.

-¡Maurice, ya llega la primavera! ¿La oyes?

-Lo único que oigo son los autobuses, y como te asomes más te caerás de cabeza.

-¡Rescátame, Maurice, Rescátame!

Ginebra vociferaba, medio cuerpo fuera de la ventana con forma de media luna resquebrajada que da a plena plaza. Los transeúntes, al oír el griterío, levantaban la cabeza, espantados. Ginebra, exultante como un gusano que sabe que termina sus metamorfosis, se agita y se sacude devorando el sol, su corto pelo carbón agitándose alrededor de su cabeza como una aureola. Era una mañana plomiza, en la que no soplaba ni una gota del aire que caracterizaba a la cuidad ni nada que hiciese agitarse las copas de los árboles, como si el termostato del tiempo se hubiese vuelto loco y únicamente supiese detenerse en los extremos fríos o calurosos. Y sin embargo Ginebra se estiraba y brincaba, llena de vida, como si todas sus células bailasen a lo largo de su piel provocándole escalofríos.

Maurice la observaba aletargado, contagiado de aquella alegría inusual que lo transportaba a días mejores, mientras encendía con un mechero el carbón de la cachimba y lo soplaba de vez en cuando, haciendo que pequeñas chispas cayesen en una lluvia peligrosa sobre los papeles que alfombraban el suelo.

-¿Has mirado en el buzón? ¿Tengo nueva carta de Sabina?

-No, no había nada –respondió él distraídamente, colocando con cuidado el carboncillo sobre el papel albal.

-Bueno, no importa, estará ocupada –comentó Ginebra recobrando la calma. Aspiró hondo acodada en el alféizar mientras veía la gente caminar. Una pareja pasó a los pocos minutos justo por debajo de ella, él empujando un carrito del cual sobresalían unos pies minúsculos y casi transparentes, ella dándole patatas fritas a una niña que se tambaleaba intentando seguir su ritmo y comerse el manjar a la vez. Detrás de Ginebra, a la sombra del techo y bien resguardado, Mauricio daba las primeras bocanadas de humo dulce y pegajoso y volvía a replantearse la misma pregunta que se llevaba replanteando desde hacía varios años, cada vez en letras más mayúsculas: ¿qué hago de ahora en adelante?

-Ya llega la primavera, Maurice –volvió a comentar Ginebra, esta vez con un tono de voz completamente diferente- . Qué contenta estoy.

-¿Y eso? –preguntó él algo ausente, dejando escapar el humo en una risita automática que para nada se correspondía con el garabato que reinaba en su cabeza.

-No lo sé –contestó Ginebra encogiéndose de hombros y dándose la vuelta para mirarlo con una sonrisa rota, mientras gruesas lágrimas recorrían sus mejillas una tras otra y desembocaban en su barbilla como dos ríos paralelos que brotan de lagos oscuros y enrojecidos.

-Gin –susurró él, apartando la boquilla y el garabato y levantándose, descalzo, a estrecharla en un abrazo cálido, refugio de tormentas y rayos y accidentes, un refugio que siempre había olido a vainilla y que no preguntaba ni pedía nada a cambio, tan solo ofrecía unos brazos para abrazar, un cuello en el cual esconder la cara y una camiseta que absorbiese las lágrimas de toda una vida.

Por amor al arte.



-He visto tu nueva conquista –le dijo con una sonrisa algo forzada, apoyando el mentón en las rodillas.

-¿Quién?

-La pelinaranja.

-Ah –el escritor sonrió, como recordando algo dulce- sí.

-Deberías fijarte en la madre, es más de tu… estilo.

-¿Me estás llamando viejo?

-¿No eres ya mayor para ir persiguiendo niñas?

-¿Y tú no eres muy joven para hablar como una abuela?

-Pobre, parece tan inocente…

-Por eso mismo. Ahí reside su encanto. Tú tienes unos rasgos interesantes, pero ella… es linda, tiene la belleza propia de la ignorancia. Es como una flor sin abrir. Y eso me encanta.

-Ah, no, conozco esa mirada. La vas a destrozar –Ginebra pretendía ser cómica, pero la frase brotó de sus labios con toda la amargura que se le estaba acumulando en el pecho. Ambos permanecieron en silencio un rato más escuchando la lluvia caer. Ginebra se sentía desilusionada, como una ola que se va haciendo más y más grande hasta que explota contra las rocas. La dulzura del sexo había dado paso a una simple habitación en penumbra donde dos cuerpos desnudos descansaban sobre una cama, vacíos. Se incorporó y comenzó a vestirse, sintiendo los ojos de Arcadio fijos en su piel.

-Me da igual –añadió, de espaldas a él-. Lo que hagas con esa niña.

“Tendría que haber dicho “a esa niña””, se lamentó demasiado tarde.

-Pero Ginebra, si tú también eres una niña.

Eso le hizo acordarse de Maurice, ya que él siempre la había llamado “niña vieja”, aunque luego no supiese explicarle qué significaba aquello. Decía que eran gestos, miradas, movimientos. La manera en la que sus manos se movían para recogerse el pelo en una coleta o un moño cuando era más pequeña, rápidas, delgadas y serenas, sin titubeos. La expresión de concentración al leer, con la mandíbula tensa y los ojos llenos de una seguridad que no todos los adultos llegan a conquistar. Esa “niña vieja” que a Maurice tanto le gustaba y que, según él, asustaba a la vez, porque al sumergirse en sus pupilas parecía que extraía todos los pecados.

-Además, nadie muere por amor –continuó diciendo Arcadio. Se había sentado en el borde de la cama para ponerse la ropa interior. Todo su cuerpo resplandecía de humedad, y esa misma fue la que le trajo el olor a sudor, salado y conocido, antes incluso agradable. “Tiene que irse ya”, pensó, “tiene que irse ya.” Se agachó para buscar sus pantalones de tela y siguió el rastro de ropa por el suelo, recogiéndola como si fuese fruta madura. Cuando la tuvo toda se volvió hacia el escritor y dijo lo que desearía haberle dicho hacía ya mucho tiempo, en cualquier otra ocasión.

-Pero sí por amor al arte.



El jardin (y lo que hay mas alla).


Hacia las seis de la mañana se desembarazó de las sábanas. Descalza y en camisón atravesó a tientas el pasillo y salió al jardín de césped verde y cuidado, que crecía a ambos lados del camino de arena, separado por un muro y una verja de metal de la calzada, como un pequeño oasis en mitad de la ciudad. Sentarse allí siempre la tranquilizaba. El cielo comenzaba a aclararse poco a poco, y las ventanas de algunos edificios ya se iluminaban, delatando a las personas que ahora comenzarían a cumplir su rutina habitual. El silencio permitía de vez en cuando escuchar cómo algunos coches ponían en marcha el motor y se alejaban con un zumbido. En un par de horas, ella también tendría que lavarse y vestirse para ir al colegio. Pensar eso le provocó una risita, y es que en aquellos momentos el colegio le parecía más irreal que su pequeño jardín iluminándose perezosamente con luz tenue.

Ocupada como estaba en mirar hacia el cielo, no reparó en los ojos que la observaban desde el otro lado del muro de ladrillo, entrecortados por las rejas de la valla.

-Buenos días –exclamó con voz masculina la boca situada justo por debajo de los ojos, que Alba no llegaba a ver. Se incorporó de un salto, sorprendida, y retrocedió un par de pasos tambaleándose.

-No te vayas, no te haré nada. Por si no lo ves hay un muro entre tú y yo –rogaron los ojos, reluciendo a la luz del sol naciente. Alba no reconocía aquella voz, y estaba completamente segura de que no pertenecía a ninguno de sus amigos. ¿Un borracho, quizá, que volvía a su casa a pie y con ganas de divertirse un poco más?

-Resulta refrescante verte sin tacones –insistió la voz.

-¿Sin tacones? –repitió Alba como una estúpida, deslizando inconscientemente un pie hacia atrás. Sintió la frescura de la tierra y la hierba nocturna entre los dedos.

-Vete si quieres, anda. Sólo quería darte la oportunidad de agradecerme el haberte recogido del suelo, ya que pasaba por aquí.

Fue entonces cuando Alba pudo relacionar esos ojos con los que habían centelleado también a sus espaldas en aquel concierto, riéndose de ella en mitad de la vorágine de luces y focos, pero también manejando unos brazos que la habían separado del suelo, ese suelo que tanto atraía a su cuerpo cada vez que intentaba subirse a unos tacones.

-Gracias –respondió demasiado bajo y demasiado tarde; los ojos habían desaparecido ya. Alba corrió hacia el muro y, poniéndose de puntillas, se agarró a la verja, tratando de asomar la cabeza fuera. Lo único que pudo ver fue una espalda alejándose, cubierta de rastas con abalorios plateados que brillaban a intervalos, cimbreándose de un lado a otro como estrellas fugaces.

Cartas.


Como todos los días a las seis y media de la mañana, Ginebra ponía a hervir agua para el café, tostaba las tostadas y elegía las galletas. Colocó el suculento desayuno sobre el suelo de la habitación en una bandeja, y sentándose con las piernas cruzadas, se colocó un plato en el regazo, una taza al lado del muslo derecho y procedió a abrir la carta que Sabina le había enviado desde Venecia. Descendiente de padres españoles con abuelos italianos, en algún momento de su vida había decidido romper con todo de forma radical y, metiendo a presión todos sus libros y sus vestidos en un baúl antiguo, había regresado al lugar del que sus abuelos habían decidido huir décadas antes. Ginebra la había conocido respondiendo a un anuncio en el periódico en el que sólo había una frase escrita: “Hola, me llamo Flor, ¿quieres ser mi amigo?” Pero resulta que no tenía nombre de flor, sino de árbol, y sólo le había respondido una chica que decía llamarse Ginebra y con la que ahora mantenía constantes y larguísimas conversaciones por carta, una desde cada punta del mediterráneo pero las dos muy lejos de Zaragoza y de Venecia.

Al abrir el sobre Ginebra se cortó sin querer la yema del dedo índice. Un poco impresionada y aún muy somnolienta, experimentó como un niño pequeño apretándose el dedo y dejando que un hilillo de sangre brotase y descendiese por toda la falange con pequeños pinchazos de dolor. Con la yema sangrando y la carta de Sabina en la otra mano, Ginebra no pudo evitar preguntarse si cuando su amiga se cortase en el índice de la mano izquierda sentiría exactamente el mismo dolor. Cuando se tocase la palma de la mano, ¿la sentiría exactamente igual que la sentía ella misma? Cuando oliese el olor conocido de su propio cuerpo, ¿sería el mismo olor que olía ella? ¿O sería más salado o más extraño? se preguntó, sintiéndose de repente maravillada por aquellas pequeñas diferencias que determinan lo divino de la especie humana dentro de la vulgaridad de lo común.

Hoy Sabina le hablaba de flores y pesadillas. “Me he comprado unos pensamientos y unos claveles chinos”, decía, “para la quinta terraza, ya sabes, la de arriba del todo. No he dormido nada y creo que he decidido que no voy a dormir nunca más.”

Ginebra dejó la carta a un lado y se bebió el café pensando en la respuesta.

Alba* ha vuelto.

*(No la Alba parisina, la Alba de Ginebra. Para los que me entiendan.)


Desde hacía algún tiempo, Alba había observado que si fijaba la atención la vista en lo que la rodeaba, esto adquiría un brillo extraño, difuminado y muy reluciente, como si la luz del sol incidiese de forma extraña. Más de una vez se había detenido en mitad de la acera y había extendido los brazos con las palmas de las manos hacia afuera, como si pretendiese tocar un árbol o un coche cercanos que de repente reflejaban, estaba segura, todos los colores del arcoiris.
Pero cuando su mano se detenía sobre la corteza del tronco o el
capó, los colores desaparecían y sólo podía ver una corteza marrón oscura y un capó que reflejaba la luz blanca y ordinaria del sol. Con el paso de los días, que conformaron semanas como collares de cuentas, había aprendido ya a ignorarlo como quien se acostumbra a unas gafas nuevas, pero tenía la impresión de que cuando su madre le cepillaba el pelo cada noche en silencio, la habitación resplandecía de tal forma que se veía capaz casi de tocar la fina pared invisible que la rodeaba y que en aquellos momentos se materializaba con tanta claridad que Alba podía asegurar (aunque no se atrevía a hacerlo por no demostrarse a sí misma que se estaba volviendo chalada) que se encontraba justo en el interior de una burbuja de jabón.











Dios mío, cuántas cosas en tan pocos días. Me alegro de haber vuelto.

Las diferentes edades de las pestañas.

Ginebra aprendió a sentir a los cinco años mirando un cuadro de Edward Hopper. Con Habitación de hotel aprendió a vivir la soledad y a manejar el desorden. Unos años más tarde, ojeando por curiosidad un cuadro de su padre, descubrió el sexo femenino. Nunca se había fijado pero allí estaba, plasmado, triunfante en todos sus colores, brillante. Ginebra no podía dejar de mirarlo, mientras sentía cómo el olor del barniz fresco le pinchaba como una aguja el cerebro. Algo se le revolvía por dentro, todo un mundo dentro de su cuerpo. Sin explorar. Su padre se fijó en la atención infantil que la niña estaba prestando a ese cuadro en particular y tomó nota, pero no intervino. Dejó que la naturaleza siguiese su curso, porque sabía que en aquel momento era una puerta entreabierta por la cual alguien susurraba desde el otro lado: “aún no… pero pronto”. De todas formas, pronto era demasiado tiempo para él.

La verdadera revolución llegó con la fotografía. Un día, una Ginebra un poco más mayor pero aún muy pequeña (aunque tampoco crecería mucho más) encontró en un reportaje exhaustivo sobre las preferencias de Lewis Carroll a la hora de merendar una fotografía de Alice Liddell, la niña real que había descendido hasta el País de las Maravillas. La recortó y se la guardó en una caja de puros llena de cosas inservibles que mucho tiempo después tiraría directamente a la basura sin pararse a comprobar que había dentro. Pero durante los meses siguientes al descubrimiento, Ginebra devoró aquella foto cada tarde como si fuese su propia merienda. Incluso llegó a escribir un poema, el único que escribiría en toda su vida.

Yo soy la Alice mendiga

que se esconde bajo el delantal azul y el lazo blanco de Alicia.

Su madre lo colgó en la nevera debajo de un imán con forma de mazorca de maíz.

Siempre le dije a tu madre que había que llevarte a un buen especialista. Pero a ella, bendita sea, le encantabas.


El día del libro, hacía unos nueve meses, a las siete y media de la tarde de un lunes, el escritor esperaba entre sus obras con los brazos cruzados y una flor de papel en el ojal.

-De todas formas, ahora que estás a mi cargo que no te quepa la menor duda de que vas a ir directa a una consulta de esas, sobre todo después de ver el desastre que has montado aquí. ¿Tienes problemas de insomnio?

El nuevo viento del Norte era un pequeño ejemplar, fino como la masa de una pizza italiana, con cubiertas de cartulina azul y jirones de pintura grisácea alrededor de las letras del título. Tan breve que se leía en media hora, tan pequeño que tanto él como su autor pasaban completamente desapercibidos entre la marabunta que llenaba el Paseo de la Independencia, y esperaban pacientemente a ser descubiertos.

Ginebra lo hizo, pero no por el libro (que más tarde la haría llorar) ni por el escritor (que más tarde la haría estremecerse), sino por la flor de papel de periódico que Arcadio se había colocado. Bajó lentamente el libro que estaba oliendo y se acercó hacia la caseta desierta, que parecía desaparecer entre la gente como si sólo ella pudiese verla. Era un pequeño molinillo de viento, engarzado en la chaqueta como el clavel de un enamorado. “Se lo habrá hecho una niña, probablemente su hija”, pensó, y le vino a la mente, tal vez a la memoria, la silueta de una cría de cinco o seis años, con los rizos castaños peinados tras una diadema a cuadros, y el vestido a juego cuidadosamente elegido por una madre a la que no conseguía ubicar. Detrás de la niña, que se dejaba arreglar el pelo por unas manos invisibles, una escalera de caoba con los barrotes blancos y los escalones llenos de barquitos de papel y flores, como una travesía por el Nilo. El escritor escribía a solas, en otra habitación también de color blanco, vestido con un jersey desgastado que olía muy fuerte a colonia de hombre.

-Cuando recuerdo a la niña encantadora que solías ser, cuando iba a visitaros en Navidad y te disfrazabas de pirata… ¿te acuerdas? ¿Me estás escuchando?

Ni siquiera conseguía recordar qué le había dicho, qué palabra había abierto la conversación, únicamente aquella flor de papel y el olor a libro y el gris del viento luchando contra el sol como un hielo en un vaso de zumo de naranja. Y la imagen de Arcadio despidiéndose con una leve sacudida de la mano mientras se alejaba por la Gran Vía (destripada, abierta en canal mostrando sus vísceras de hormigón) montado en una bicicleta antigua, con una chaqueta color hueso de lana gorda y un cigarrillo en la comisura izquierda, esa imagen que le desató un cosquilleo por todo el cuerpo y le hizo jurar en silencio que ese escritor, esa historia, ese hombre tenía que ser suyo.

Parisienne Walkways.




Nunca llores delante de tu hija.
Cuando la mandes con un gesto a buscar algo a la cocina mientras tú te tomas de golpe otras dos pastillas de prozac acompañadas por un vaso de limonada con hielos, asegúrate de cerrar bien la puerta. Porque la medicina tarda en hacer efecto, y no querrás que vuelva con lo que sea que le has mandado a buscar en la mano y te encuentre sollozando a ritmo de Gary Moore, con la mano cubriendo inútilmente la mitad de la cara colorada.
No querrás dejarte abrazar como un bebé por tu propia niña mientras mascullas palabras sin sentido sobre el Cielo y la Tierra. No querrás que en el día de tu funeral (sí, porque tú también morirás, también has muerto, como debía ser para completar el ticket de dos personas de ida hacia ahí arriba), no querrás que tu hija (tu pequeña, que de repente se siente tan abrumadoramente mayor y tan insoportablemente pequeña y tan desoladoramente sola) apriete la carátula del disco de Jazz, de tu disco de Jazz, con tanta fuerza que le sangren los nudillos siempre agrietados, y prometa que las lágrimas que inundan el título sean las últimas que vea derramar en su vida. No querrás que tu hija duerma de día y estudie de madrugada, apoyada en la barra de algún bar. No querrás que tu lugar más sagrado se llene de botellas vacías, tazas sucias y libros desperdigados encima de los lienzos a medio terminar. No querrás que tu hija se siente a leer desnuda enfrente de la ventana. No querrás que se cambie del nombre. No querrás que tu hija se olvide de que es tu hija.
Pues eso. No llores delante de ella.

Aquella noche.


Aquella noche, Mauricio soñó con la espalda de Ginebra.
En su sueño, él era una gota más que descendía desde la punta de un mechón negro por detrás de la oreja, a la izquierda de la yugular. Bajaba, deseando ser humano, deseando ser una lengua. Una gotita bebiendo piel. Cuando creía que se iba a volver loco de velocidad, esta disminuyó al llegar a la clavícula. "Espero que ella no sepa que estoy en su clavícula", pensó, histérico de placer al descubrirse por fin colonizador de aquel huequecito que siempre había reclamado en silencio para sí. Sin embargo, el descanso no duró mucho, ya que al detenerse, se dio cuenta de que era una gota, y en mitad de su sueño recordó la imagen de Ginebra en toalla, Ginebra recién salida de la ducha, Ginebra empapada... y acto seguido, sin saber cómo, el rumbo había cambiado bruscamente y ya no se encontraba agazapado sobre el pecho, sino descendiendo a toda velocidad por la curva de la espalda, siguiendo el camino esculpido por la columna vertebral. Mientras se precipitaba, su cuerpo humano comenzó a jadear, su pecho se contrajo y finalmente se despertó de un salto, aferrándose a la almohada y preguntándose por qué narices estaba tumbado sobre su cama deshecha y no danzando hacia el final de una rabadilla que conocía demasiado bien.

Con limón y hielo.


Cuando Mauricio se fue, Ginebra se concedió el secreto placer de observar su espalda alejarse por la calle. Y como tantas otras veces, repasó el contorno de sus omoplatos bajo el jersey con un dedo sobre la ventana y la lengua sobre el labio superior.

Mauricio, Maurice, cuándo dejarás de cambiar. Me atontas con tus idas y venidas y tus rastas y tus sueños y ese olor nuevo que no sé de dónde sale pero que cada vez es más tuyo y más mío. Todo esto lo escribió con saliva en el cristal. Luego volvió a meterse el dedo índice en la boca y se marchó mordiéndose la uña.

Datos personales