La Gran Via.

    


Con los exámenes parece que el tiempo va a trompicones y se ralentiza y se dispara a intervalos. Pero los días pasan y pasan también sobre uno y la gente cambia, cambia mucho. Y un día te encuentras volviendo a casa por la Gran Vía a medianoche con los labios rotos por el cierzo y la Gran Vía ya no te parece tan grande, y agradeces que no haya nadie más por la calle porque así la Gran Vía es tuya, y tú sola podrías abarcarla con los brazos, es tuya y las ventanas iluminadas a los lados también son tuyas, esas ventanas con verjas de hierro colado que te encantaría arrancar de los balcones y esos focos que las iluminan de abajo arriba como si las casas te estuviesen contando una historia de terror. Pero no tienes ningún miedo y te acuerdas de cuando N. volvía todos los viernes a las cinco de la mañana andando hasta la otra punta de la ciudad por quedarse durmiendo un ratito más en tu cama, y también de esa otra Gran Vía tan grande de Barcelona, tan distinta, con el suelo tan diferente y tantos pasos de cebra y tanto sol y de las fotos que le hiciste a C. con media cara sombreada por el borsalino. Y también de la Gran Vía de Huesca, ese día que te dio por coger un tren y atravesar otra vez todos esos campos que siempre son rubios como el pelo de C. y casi te duermes viendo pasar las paradas como Chihiro en ese tren que atravesaba el agua. Y te acuerdas de los canales de Ámsterdam y de la foto de C. y M. sentados delante de las casas flotantes de colores, con los pies colgando encima del canal, y de las luces rojas, y de volver descalza a casa en Salou con toda la arena de playa en el vestido, y te das cuenta de lo que te ha crecido el pelo desde entonces y de lo que se te han afinado los ojos y las pestañas y las comisuras de los labios en este último año. Y sonríes, un poquito porque sí y un poquito con amargura porque si algo se aprende de los exámenes es que las lecciones no entran dulcemente. Pero sonríes, porque te sientes más mayor y te dices que ya casi tienes veinte años y que aunque no lo parezca puede que lleves teniendo veinte años más tiempo del que piensas. Y luego llegas a casa y ves el final de un documental sobre Dalí y te quedas medio dormida en el sofá y cuando despiertas ya está toda la casa oscura y se han dormido todos y te metes en la cama sola hecha un ovillo abrazada al osito de peluche y agradeces que mamá y papá y Saria estén respirando en la otra habitación, y se te endulza la sonrisa y te esponjas entera debajo del nórdico como un animalillo y se te olvida crecer y se te olvida todo. 

2 Responses so far.

  1. Anónimo says:

    Siempre me ha hecho mucha gracia la cantidad de Grandes Vías que hay en España... La primera que vi fue la madrileña y ya entonces no me pareció tan grande. La de Salamanca, por tanto, me decepcionó bastante. Y el resto es historia. Luego, con la edad (eso que dices de los veinte años, oye, no tengas prisa por sumarle unidades a esa cifra, que se te ve una chica más de letras que de ciencias), me di cuenta de que lo que les daba ese adjetivo no era su tamaño, sino otras cosas --y perdona que me ponga cursi, pero tengo una morriña de esas que hacen pupa. Aquí en vez de documentales de Dalí en TVE hay documentales de Pasolini en ARTE. Y, hombre, no está mal, pero uno, que se siente perro viejo, no cambia sus costumbres así como así, y no hay italiano que esté a la altura de Avida Dollars.

    Tú y tus pocos puntos y seguido (y no hablemos de apartes) me habéis dado la excusa perfecta para no dormir mucho hoy, así que gracias.

    Está bien eso de olvidarse, ¿no?

    À tout à l'heure




    PS: te leo.

    PPS: me gusta.

  2. P. says:

    Es difícil no sentirse identificado. Aunque sea desde otra Gran Vía. Pero es cierto, el torrente de sensaciones que despide una ciudad, el aroma y la nostalgia de sus aceras, es demasiado como para no contarlo. Hermoso.

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