Con limón y hielo.


Cuando Mauricio se fue, Ginebra se concedió el secreto placer de observar su espalda alejarse por la calle. Y como tantas otras veces, repasó el contorno de sus omoplatos bajo el jersey con un dedo sobre la ventana y la lengua sobre el labio superior.

Mauricio, Maurice, cuándo dejarás de cambiar. Me atontas con tus idas y venidas y tus rastas y tus sueños y ese olor nuevo que no sé de dónde sale pero que cada vez es más tuyo y más mío. Todo esto lo escribió con saliva en el cristal. Luego volvió a meterse el dedo índice en la boca y se marchó mordiéndose la uña.

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