La mariposa.


Un día, cuando se estaba peinando los rizos delante del espejo, descubrió entre las púas del peine algo que le aterrorizó durante un instante. Con la mano temblorosa, cogió delicadamente entre el índice y el pulgar la prueba terrible y la llevó por todo el pasillo delante de sus ojos, llamando a su abuela a gritos.

-¡Abuela, abuela! ¿Dónde te escondes?

La abuela no se escondía. En realidad reposaba, como todas las tardes a lo largo de lo que eran ya diez años, en su sillón de mimbre frente a la ventana del oeste, dejando que el sol del atardecer acariciase su pelo cano y los ojos de pupilas vidriosas. La abuela aspiraba los últimos rayos de sol dirigiendo una sonrisa placentera de cansancio hacia el cielo, como si despidiese a un viejo amigo, como un rosal marchito.

-Aquí estoy, mi niña –respondió volviéndose hacia ella con la misma sonrisa de cada tarde desde hacía diez años y ese antiguo acento del sur que nadie sabía de dónde había salido.

-Abuela, se me cae la piel, ¡mira! –gritó ella con los ojos húmedos, segurísima de que eso era un signo de muerte inminente. Le tendió el objeto de sus temores como si se tratase de un bicho asqueroso. La abuela cogió entre sus manos morenas y milenarias aquél fragmentito de piel con extrema delicadeza y lo observó a contraluz entornando los párpados. No necesitaba gafas, porque sus ojos sabios podían ver mucho más allá de lo que cualquier cristal le podía mostrar.

-¡Pero mi niña, esto es una alegría! –exclamó la abuela volviéndose de nuevo con la cara hecha un mapa confuso de valles y montañas por la alegría. Ella volvió a mirar su trocito de piel grisácea con recelo. Le costaba creer que esa cosita tan pequeña y desagradable hubiese formado parte de su cuerpo, y aún le costaba más pensar que era motivo de ninguna alegría que se hubiese desprendido de él.

-¿Ah sí? –respondió alzando con incredulidad la mitad del labio superior en una mueca.

-¡Pues claro, chiquilla, esto significa que ya te estás haciendo mayor! Mira, ven, acércate –le dijo la abuela con un deje de cariño en la voz que aun así no conseguía aliviar el efecto exhortativo de la frase. Ella se acercó temerosa. Así, de espaldas al sol y rodeada por una aureola de cabellos dorados, con los ojos plateados y las arrugas iluminadas, su abuela parecía una diosa prehistórica- ¿Te han enseñado en el colegio que las mariposas se meten cuando son gusanos pequeñitos en un capullín así, de seda, finito, finito, y que salen hechas un pincel, con todos esos colores en las alas?

Ella asintió, confusa. La abuela le cogió la mano y depositó sobre su palma el trozo de piel.

-Pues este es un trocito de tu capullo, hija mía. ¿Ves qué delicado? No te aflijas, anda, y sigue peinándote que significa que te vas a convertir en una mariposa preciosísima. El cuerpo es sabio, tesoro.

Le cogió la cara entre las manos recias y así, con la cara oliéndole a jabón de pastilla y los ojos plateados de su abuela sonriéndole tan cerca, no le cupo ninguna duda de que lo que acababa de ocurrirle no era nada malo sino envidiable. Significaba que se estaba haciendo mayor al fin, y así… a contraluz… era verdad, sí que parecía de seda. Si conseguía que le saltasen más trocitos de ella igual aparecía una nueva debajo, más mayor y más guapa, como una mariposa. Las mariposas eran muy bonitas.

-¡Qué ganas tengo de que se me desprenda del todo! –anunció con una sonrisa, mientras se rascaba de nuevo la cabeza, tirando de las pielecillas que encontraba con las uñas para ver si se operaba algún cambio en ella. La sombra de su abuela recortada contra el sol del atardecer le sonreía con regocijo.

Justo entonces escuchó el tintineo de las llaves al otro lado de la puerta y su madre entró, arrastrando los tacones por las baldosas con el cansancio acumulado de diez horas de trabajo. Ella salió a recibirla corriendo y gritando para enseñarle su descubrimiento.

-¡Mamá! ¡Mamáaaaaa! ¡Mira, me estoy haciendo mayor, ya se me está rompiendo el capullo! Mira, ten, toma, mira, pero míralo bien, ¿a que es de seda? ¿A que ya me ves más guapa?

La madre se guardó las llaves en el bolsillo y le hizo torcer la cabeza con brusquedad, rebuscando entre su pelo y por detrás de las orejas con sus dedos fríos de médico, los dedos de curar, de ayudar a dar a luz y de firmar en las recetas. Los dedos que siempre parecían dos témpanos de hielo, mecánicos, robóticos. Una vez finalizada la inspección, la madre suspiró y le soltó la cabeza. Dejó las bolsas de la compra sobre una mesa y colgó el abrigo en la percha.

-Tienes dermatitis. Probablemente por estrés. Mañana te pido hora con el psicólogo. Y, por lo que más quieras, deja de rascarte, tienes el cuero cabelludo en carne viva. ¿Dónde está tu abuela? Tiene que tomarse su medicina.

Ella señaló con el dedo la habitación donde su abuela descansaba rendida al sol, y luego, cabizbaja, dejó caer el trocito de piel al suelo y se fue a seguir cepillándose el pelo.

5 Responses so far.

  1. Eduardo says:

    Me mataste la ilusión xD

  2. Chelsea says:

    Si su madre sigue siendo así, ella acabará siendo una mariposa triste.

    Muac!

  3. jscrls says:

    El "abuelismo" le da otra dimensión a la vida. Pero lo más importante aquí y ahora, es que el relato me parece bueno.
    Un beso.

  4. Anónimo says:

    Dar diversas versiones de un hecho: la gloria del escritor ¡y de la escritora! ¡Bien!

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