La sexta estacion.

     
 
Cuando he dejado atrás Zaragoza llovía, y un viento huracanado me sacudía el flequillo y golpeaba las copas de los árboles contra los cristales de la estación. Pero en el tren ha salido el sol, y a través de la ventanilla que bailotea se extienden ante mí campos y campos de hierba dorada y antenas que parecen gigantes de hierro y estaciones vacías rodeadas de casas que en su calma fatigada de señoras venidas a menos parecen, bajo esta luz de mediodía que no calienta, sacadas de uno de esos libros sobre la guerra civil. En cuanto me he sentado en el asiento y he creado un acompañante con mi abrigo y mi bolsa, se me han desanudado las ideas y he dejado de tiritar de frío. Ahí te quedas, Zaragoza, con tu mierda de lluvia y tu viento de aguanieve que se cuela por las rendijas de mi ventana y me hace apretar los pies contra el radiador. Conforme me iba alejando se me iba templando todo el cuerpo como un dibujo animado azul de frío al que le va subiendo el color rojo por las piernas, y por primera vez desde hace meses me he atrevido a sacar el papel y el boli de la bolsa y ahora bebo de las palabras como un saxofonista que acabase de recuperar el aire en sus pulmones. Será verdad que solo sabemos escribir en trenes. Será verdad que solo sabemos pensar en trenes. Lo que sí es cierto es que necesitaba este bamboleo, este asiento, esta ventana de tierra arada y sol para dejar por fin atrás en la carrera a la nube negra que lleva persiguiéndome todo el mes como una piedra en el zapato y sentirme de una vez indiscutible, invariable, serena, exaltada y dulcemente 
sola.

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