Totalmente anacronico.

-¡Maurice, ya llega la primavera! ¿La oyes?

-Lo único que oigo son los autobuses, y como te asomes más te caerás de cabeza.

-¡Rescátame, Maurice, Rescátame!

Ginebra vociferaba, medio cuerpo fuera de la ventana con forma de media luna resquebrajada que da a plena plaza. Los transeúntes, al oír el griterío, levantaban la cabeza, espantados. Ginebra, exultante como un gusano que sabe que termina sus metamorfosis, se agita y se sacude devorando el sol, su corto pelo carbón agitándose alrededor de su cabeza como una aureola. Era una mañana plomiza, en la que no soplaba ni una gota del aire que caracterizaba a la cuidad ni nada que hiciese agitarse las copas de los árboles, como si el termostato del tiempo se hubiese vuelto loco y únicamente supiese detenerse en los extremos fríos o calurosos. Y sin embargo Ginebra se estiraba y brincaba, llena de vida, como si todas sus células bailasen a lo largo de su piel provocándole escalofríos.

Maurice la observaba aletargado, contagiado de aquella alegría inusual que lo transportaba a días mejores, mientras encendía con un mechero el carbón de la cachimba y lo soplaba de vez en cuando, haciendo que pequeñas chispas cayesen en una lluvia peligrosa sobre los papeles que alfombraban el suelo.

-¿Has mirado en el buzón? ¿Tengo nueva carta de Sabina?

-No, no había nada –respondió él distraídamente, colocando con cuidado el carboncillo sobre el papel albal.

-Bueno, no importa, estará ocupada –comentó Ginebra recobrando la calma. Aspiró hondo acodada en el alféizar mientras veía la gente caminar. Una pareja pasó a los pocos minutos justo por debajo de ella, él empujando un carrito del cual sobresalían unos pies minúsculos y casi transparentes, ella dándole patatas fritas a una niña que se tambaleaba intentando seguir su ritmo y comerse el manjar a la vez. Detrás de Ginebra, a la sombra del techo y bien resguardado, Mauricio daba las primeras bocanadas de humo dulce y pegajoso y volvía a replantearse la misma pregunta que se llevaba replanteando desde hacía varios años, cada vez en letras más mayúsculas: ¿qué hago de ahora en adelante?

-Ya llega la primavera, Maurice –volvió a comentar Ginebra, esta vez con un tono de voz completamente diferente- . Qué contenta estoy.

-¿Y eso? –preguntó él algo ausente, dejando escapar el humo en una risita automática que para nada se correspondía con el garabato que reinaba en su cabeza.

-No lo sé –contestó Ginebra encogiéndose de hombros y dándose la vuelta para mirarlo con una sonrisa rota, mientras gruesas lágrimas recorrían sus mejillas una tras otra y desembocaban en su barbilla como dos ríos paralelos que brotan de lagos oscuros y enrojecidos.

-Gin –susurró él, apartando la boquilla y el garabato y levantándose, descalzo, a estrecharla en un abrazo cálido, refugio de tormentas y rayos y accidentes, un refugio que siempre había olido a vainilla y que no preguntaba ni pedía nada a cambio, tan solo ofrecía unos brazos para abrazar, un cuello en el cual esconder la cara y una camiseta que absorbiese las lágrimas de toda una vida.

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