Claudinito.

Ginebra tenía dos amigos que llevaban juntos toda la vida. Se llamaban Claudia y Juan, pero debido a que se confundían el uno con el otro como si fuesen mellizos en vez de novio y novia, todo el mundo les llamaba de coña Claudinita y Claudinito. Al igual que Ginebra y Mauricio habían crecido juntos, pero de otra manera. Tan juntos se habían mantenido a lo largo de la niñez y la adolescencia que sus pieles parecían pegadas irremediablemente, y las manos de la una se confundían con las manos del otro.

Cuando llegó el final de su relación, Claudinita no apareció por el trabajo. Era dependienta de una sucursal perteneciente a una gran multinacional de ropa, que la despidió con la misma indiferencia con la que la había contratado. Claudinito se cambió de casa, y en cuanto se hubo instalado llamó a Ginebra para invitarla a pasar la tarde como un náufrago que hubiese encontrado un megáfono.

Ginebra encontró a su amigo mustio y encorvado como una flor sin agua. Tenía la piel de la cara marchita, como si la separación de Claudinita hubiese sido física, anatómica. Su cuerpo, ya de por sí espigado y débil, parecía aún más endeble debajo del jersey a rayas azules y negras, cuyas mangas le llegaban hasta los nudillos. El nuevo piso de Claudinito parecía una guarida de fantasmas. Todos los muebles estaban cubiertos por sábanas blancas y se dispersaban sin orden por las habitaciones también blancas y de techos altísimos, cuyo olor a pintura fresca llenó a Ginebra de nostalgia. Había cajas de cartón apiladas sin abrir y fundas de plástico transparente cogían polvo en las esquinas. Ginebra caminaba detrás de él por el pasillo sintiéndose como en casa, mientras su amigo se concentraba en liarse un porro.

















Se pusieron a jugar al guiñote sentados encima de la cama, el único lugar de la casa que no estaba cubierto por algo que lo hiciese intocable. El dormitorio, también recién pintado de color hueso, estaba completamente desierto a excepción de la propia cama, cuyas sábanas también eran blancas. Jugaban los dos en silencio, mientras Claudinito fumaba y fumaba, estirándose de vez en cuando para dejar caer la ceniza en un cenicero de cristal que había colocado sobre una almohada. Ginebra lo observaba por encima de su mano, con los ojos oscuros de párpados pesados, dándose cuenta de que Claudinito a su vez también tenía la mirada más serena y más afilada. Al verlo ahí sentado frente a ella, en silencio estoico, dueño y señor de sus sábanas blancas, de su piso impoluto, de su propio orden caótico y solitario, de los muebles mudos a los que nade había pedido destapar y del dormitorio que no hacía falta personalizar, se dio cuenta de que aquel reino nómada y helado era su reino, y de que él mismo lo había querido así. Y se vio reflejada en sus pupilas, tan frías como las suyas.

Humedeciéndose los labios, colocó otra carta entre los dos y le quitó el porro de los labios, dándole una calada. Claudinito, que ya no era Claudinito ni mucho menos, la miraba entre divertido e indiferente. Tenía la boca pequeña y los labios ni finos ni gruesos, una prominente nariz que daba el acabado a su cara de niño mal crecido y los ojos grises como nubes. Ginebra lo vio más mayor, más amargo, y se preguntó si así era como se la veía a ella de alguna manera, con la punta de los labios tan afilada y las pestañas tan negras.

-Aún no he estrenado esta cama - comentó Claudinito con la voz suave que lo caracterizaba, al tiempo que robaba otra carta. No había nostalgia en su voz; sólo frialdad.

-Qué pena. Es demasiado blanca.

-Tú dices eso porque todas tus sábanas son negras.

-Tú qué sabes.

-Oh, yo lo sé muy bien.

A los pocos minutos Claudinito se cansó del juego y abandonó las cartas sobre la cama, pasándole otro porro a Ginebra, que lo cogió entre el índice y el pulgar. Claudinito expulsó el humo mirando hacia la ventana, la cual comenzaba a oscurecer.

-Ginebra, me siento frío.

Ginebra se inclinó para besarle suavemente como respuesta. Cuando se separaron, saboreando aún una sensación que era para ambos como una cerilla encendida en Siberia, Ginebra terminó el porro y dejando el cenicero en el suelo, se abalanzó con agilidad gatuna sobre Claudinito para besarle detrás de la oreja.

-Qué tontería, somos dos animales de sangre fría, esto no lleva a ninguna parte - susurró él entre beso y beso.

-No - dijo Ginebra, sonriendo con los labios mojados -. Pero qué más da, frotaremos hasta que salten chispas.

Claudinito, que se llamaba Juan, sonrió con tristeza y se dejó caer sobre las cartas, sujetándola contra sí con fuerza como si no quisiese ver más allá de su cuerpo, como si el calor humano pudiese traspasar los poros.

2 Responses so far.

  1. Laura M. says:

    Joder, joder, joder... Hacía demasiado tiempo que no leía un relato tuyo, la verdad, solo cosas sueltas. Y he de decir que has evolucionado asombrosamente, tienes las palabras de un mago: hechizantes, inexplicables y bellas.
    Como no publiques el punto de vista de Claudinita, no profundices en los personajes o no hagas un breve flashback juro que dejarás un largo hilo suelto en mi mente.
    Un sincero abrazo, niña :)

  2. Anda!!!!!! cómo me gusta!!!!!!!!!!!!!!!! me encanta <3<3<3 muy bien, siga usted así ;)

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