De Cristal


La canción no va exactamente del mismo tema pero bueno, me gustó y me apetecía ponerla.
Poperos abstenerse.


-Quiero decir… ¿no te cansas de seguir siendo simplemente tú? ¿De saber que no puedes cambiar, que te levantarás por la mañana y aún quedará un día, y luego otro, y después toda una vida envuelto en la misma piel, con el corazón haciendo exactamente el mismo ruido que cuando naciste? ¡Pum púm, pum púm!

Comenzó a gritar mientras daba vueltas sobre sí misma en medio de la calle, romántica, exhausta y con una extraña alegría alocada que en el fondo ocultaba un cinismo agrio como la leche pasada. Llovía a cántaros y el vestido se le pegaba a la piel como papel de calcar. El pelo rubio teñido chorreaba por la espalda y hasta tenía gotas lluvia colgando de las pestañas, como atrapadas en una tela de araña. Los labios mojados esbozaban una sonrisa amarga.

Él, sin embargo, la había perseguido al verla salir corriendo del local, paraguas en mano. Y ahora la miraba danzar bajo la tormenta, esperando no sabía qué milagro.

-Edmeé, deja de hacer el tonto- pidió la silueta refugiada bajo el paraguas. Ella se volvió en mitad de un giro con los brazos abiertos, sin dejar de sonreír.

-¿De verdad crees que soy tonta, Paul?- la dulzura con la que lo dijo era capaz de resquebrajar un cristal.

-No, yo… ven aquí, anda. Estás empapada- acompañó sus palabras con un gesto de la mano que no sirvió de nada. Los separaban unos pocos metros, apenas dos zancadas a lo largo de la acera, pero dos zancadas insalvables. Edmeé observó a Paul esperarla bajo la lluvia, con los caros zapatos de dandy mojados y la bufanda de marca enrollada bajo la chaqueta negra, que intentaba defender de la lluvia en vano. El azul salpicado de gotas del paraguas se le antojó una medianoche estrellada.

-Te diré lo que vamos a hacer. Vamos a jugar a un juego, Paul. El juego de las cosas tontas.

-Edmeé…

-Yo empiezo: es tonto encender la luz cuando sales de una habitación, es tonto equivocarte de número al mandar un mensaje, es tonto perderte en un centro comercial, es tonto mirar debajo de la cama por la noche cuando tienes miedo, es tonto reírse de un chiste que no tiene gracia y es tonto gritar y dar vueltas en mitad de la lluvia. Pero, ¿sabes algo realmente tonto? Estar enamorado de una chica, perseguirla bajo la lluvia cuando la ves llorar y no decírselo nunca. Buenas noches, Paul.

Le dio la espalda con una sonrisa y se alejó por la calle mientras un relámpago le iluminaba el vestido plateado y partía la escena en dos. No vio cómo él cerraba el paraguas, se daba la vuelta y caminaba en dirección contraria, rindiéndose a la tormenta, que destrozó sin piedad su peinado engominado.

Al llegar a casa se dirigió directamente al baño a desmaquillarse mientras tarareaba en voz baja “Porcelain” de los Red Hot Chili Peppers por el pasillo, ignorando la hora y a sus padres dormidos en la habitación de al lado. Por el camino se quitó el vestido por encima de la cabeza y lo arrojó a una esquina junto a todos los collares, las medias, las botas y los pendientes. Se hizo un moño y se observó en el espejo, crítica. La cara pálida, algo demacrada y con unas marcadas ojeras que el maquillaje, entre la lluvia y las lágrimas, no había conseguido disimular, pero tersa y brillante, algo más fina en los pómulos, donde comenzaba a notarse un surco, aún fino, sinónimo de delgadez. Tenía un grano, apenas un punto rojo, en el lado izquierdo de la nariz. Una victoria hormonal, una señal de adolescencia, de nervios, de dulces, puede que de alcohol. Pero a ella le gustaba, le hacía recordar que su piel y alguna parte en el interior de su cuerpo seguían vivas. Se miró de arriba a abajo en ropa interior, ladeando la cabeza y dándose media vuelta para observarse de perfil. No tendría que haberse tomado ese par de galletas de chocolate, hacían un total de ciento cincuenta y pico calorías, aproximadamente el siete por ciento de la cantidad diaria recomendada para un adulto, el doble de lo que ella debía tomar a lo largo del día. Sin embargo todo iba bien, pensó mientras se acariciaba las costillas con el mismo orgullo con el que un general repasa sus medallas. Pronto entraría en una talla treinta y dos, su gran victoria personal, y las punzadas ya no la hacían sujetarse la tripa de dolor, ni se le doblaban las rodillas al despertarse por la mañana, ni se le nublaba la vista al entrar a la cocina cuando su madre hacía la comida. Ya casi no se ponía de mal humor cuando tenía hambre, ni se devoraba las uñas mientras miraba almorzar a sus amigos. Casi.

Esa misma noche soñó que pedía una pizza, algo que no había hecho desde hacía tiempo. Pero la pizza se volvía ceniza entre sus dientes, y Paul se reía frente a ella a mandíbula batiente de sus intentos desesperados por tragar. Luego ella misma comenzaba a fundirse, comenzando por las rodillas, que se volvían de mantequilla y no podían soportar su propio peso, haciendo que el cuerpo se bambolease hacia atrás y hacia delante de una manera ridícula. Paul continuaba riéndose, mientras decía con una especie de eco “Vamos a jugar al juego de las cosas tontas, Edmée, intenta ponerte de pie…” Pero ella era incapaz y acababa convertida en un charco de mozzarella fundida en el suelo.

Al despertarse tuvo que ir corriendo al baño a devolver.

Después, mientras se miraba en el espejo al lavarse las manos descubrió que tenía ceniza de cigarrillo entre el pelo. Cogió un poco y la deshizo entre el índice y el pulgar, con la mirada perdida. Entonces le vino a la mente la imagen del cantante del último concierto, una sombra oscura recortada contra la luz roja, un montón de manos alzadas y gritos acompañando al ambiente infernal del local. Eran jóvenes y estaban vivos, y querían vivir por encima de todo. Para ellos no existía el mañana, únicamente aquel grito eterno de ansia de libertad y de entusiasmo, de desafío por ver quién tenía más sangre en las venas, quién podía cantar más alto, quién podía aguantar más de pie sin caer rendido. Eso es la juventud, un ansia continua de demostrar que estás vivo.

Comenzaba a amanecer. El sol hizo su entrada tímidamente por la ventana de su habitación, acentuando el color tostado de las paredes. En un undécimo el sol sale más tarde y se va antes, pero sus apariciones son más triunfales. Edmée vivía en su “palacio de cristal” en el centro de París, un edificio moderno con tan poco encanto como sus padres, los arquitectos que lo idearon para que fuese un inmenso espejo de la ciudad del amor. Para los amigos, Edmée era entonces “la chica de cristal”, un mote que en principio podía parecer bonito e incluso poético, pero que aludía con algo de burla al problema que todos sabían que tenía y que nadie se atrevía a nombrar en voz alta, como si por decirlo se fuese a volver real del todo. La chica de cristal no comía, la chica de cristal tenía los huesos delgados y frágiles como un pájaro, la chica de cristal encerrada en su palacio de cristal ahogaba sus penas en un vaso de cristal.

Edmée conocía su mote y lo dejaba correr, al fin y al cabo, peores insultos había. Como el que le habían lanzado como un dardo envenenado en aquel local la noche anterior. No comprendía cómo podía haberle afectado tanto, pero por un momento el ambiente la había agobiado, y no había sentido odio hacia el agresor, sino hacia ella misma. Sus brazos, su cara, su estúpido y caro vestido, su pelo, todo le parecía de repente incorrecto y ajeno a ella, y lo único que se le había ocurrido hacer había sido salir corriendo, como si fuese la solución más madura a todo. Salir corriendo a las tantas de la noche por las calles de París, y el único que había salido tras ella había sido Paul. Paul. Volvió a recordarle, mirándola bajo la lluvia como un gato abandonado, como si él tuviese el problema y necesitase ser ayudado. Como si fuese él el que dependiese de ella. Realmente gracioso.

Pero ya era de día, y la ciudad la llamaba. No había dormido casi, pero no era la primera vez, y sabía que podía con ello. Asomó la cabeza por la ventana y aspiró el aroma del amanecer palpitante. Se lavó, vistió y perfumó, y al encaminarse hacia el baño para maquillarse las ojeras se topó con su madre, también recién levantada, que llevaba un plato en la mano.

-Buenos días, cariño. Uy, qué cara de cansancio tienes. ¿Quieres una tostada?

Y le plantó el plato humeante delante de la cara. Edmée sufrió un ataque repentino de repulsión, esa repulsión que aparece cuando el cuerpo se rinde ante el hambre. Pensó en todas las veces que había escondido la carne en la servilleta, que había mezclado la comida con maestría para que pareciese que faltaba algún trozo, en todas las veces que sus padres se habían acabado satisfechos el plato y ella lo había tirado satisfecha a la basura. Pensó en todas las veces que había engañado a su madre. Y, sin embargo, se dobló ante las tostadas cubiertas de fragante mantequilla derretida como si le hubiesen dado un puñetazo en la tripa. Su cerebro trató de luchar contra aquella reacción, pero el cuerpo manda. Lo último que escuchó fueron los gritos incrédulos de su madre mientras un velo de puntitos amarillos relampagueantes le cubría las pupilas y sus rodillas cedían finalmente, arrojándola a una caída indolora semejante a un precipicio sin fin.

Cuando entreabrió los ojos se encontró con Paul sentado a su lado, mordiéndose el labio inferior. Fingió seguir dormida mientras intentaba recobrar el control de su respiración y adivinar dónde se encontraba. A juzgar por el olor y por los colores relajantes y sosos, en la cama de un hospital. Sintió una especie de cascada heladora que le caía desde la cabeza a los pies. ¿Y sus padres? ¿Qué pensarían? ¿Habrían adivinado el porqué de su desmayo? ¿La castigarían? ¿Le obligarían a comer? No pudo contener un suspiro de agobio y sus labios hablaron sin querer.

-Paul…

-Edmée, por fin te despiertas- la cara de cansancio del chico dio paso a un éxtasis absoluto. Edmée se desperezó, y al hacerlo sintió cómo su cabeza daba vueltas como una batidora descontrolada.

-¿Y mis padres?

-Ahora mismo están hablando con el psicólogo del hospital. Al parecer han quedado un poco en shock.

Edmée desvió la vista hacia la ventana.

-Me pregunto cómo lo has hecho para ocultárselo tanto tiempo, viviendo en la misma casa. Es algo…- no encontró las palabras.

-No vivíamos en el mismo lugar. O al menos a veces daba esa sensación- contestó ella simplemente. Paul desvió los ojos sin saber qué contestar y algo crujió entre sus manos.

-¿Qué llevas ahí?

-Galletas de chocolate- dijo él, acercándole el envoltorio.- Y tu madre dice que le debes dos tostadas. El médico ha dicho que tienes que comer. Ahora más que antes-añadió bajando los ojos. Edmée las rehusó con la cabeza mecánicamente.

-No, gracias.

-Edmée, ésta es la cosa más tonta que has hecho en tu vida. Supera a mirar debajo de la cama, a perderte en un centro comercial e incluso a bailar en mitad de la calle. ¿Qué intentas conseguir? No estás sola. Te estás dejando morir. Y, sinceramente, eso no mejorará tus problemas. ¿Crees que le gustarás más a la gente desnutrida? ¿Crees que te gustarás más a ti misma rechazando cada comida? Es como si te prohibieses a ti misma respirar porque de repente se hubiese puesto de moda tener la cara morada.

Se detuvo un momento para tragar saliva, y Edmée lo observó con los ojos como platos. Paul hiperventilaba, su nuez se estremecía bajo el pañuelo que llevaba anudado al cuello. El pelo y la chaqueta, impecables como siempre, parecían relucir de una manera extraña. Había comenzado a desahogarse y ya no podía parar.

-Y te diré algo más. Si realmente para ti estoy haciendo una cosa tan tonta, te confesaré que te quiero, te quería cuando pesabas quince kilos más y no me gustas más ahora- manoseó las galletas entre las manos, repentinamente nervioso-. Por mi parte el juego ha terminado, y espero que concluya el tuyo. Pero no puedo seguir viendo cómo te autodestruyes. No lo soporto.

Se levantó de la silla de plástico y salió de la habitación, dándole la espalda en silencio y dejando las últimas palabras aún flotando en el aire. Algo se hizo añicos en el interior de Edmée provocando un estruendo de vidrios rotos y sentimientos ocultos emergieron al fin, tímida y dolorosamente como vampiros a la luz del día. Aún esperó demasiados segundos, congelada sobre aquella cama impersonal con las galletas de chocolate a su lado, escuchando los pasos de Paul alejarse por el pasillo.

-¡Espera!- gritó mientras se levantaba de la cama, abalanzándose hacia la puerta. Sus rodillas cedieron, el cuerpo aún seguía demasiado cansado y receloso, se negaba a caminar. Se agarró al marco de la puerta como si fuese una tabla de madera en un naufragio, mientras le daba otro vahído. Cerró los ojos y sintió cómo otros brazos más fuertes la rodeaban y la sujetaban. El olor inconfundible de colonia cara de Paul la envolvió.

-¿Edmée? ¿Estás bien? ¿Te has hecho daño? ¡Contesta!

Edmée sonrió sin abrir los ojos, presa de un pensamiento repentino. “Se cree que me he roto en pedazos.” Los abrió poco a poco y fijó sus pupilas en las del chico, con la sonrisa estudiada y modesta del ganador que conoce su victoria.

-Tranquilo, ya no soy de cristal.

Enarboló una galleta de chocolate que llevaba escondida en la mano y se la comió sin tapujos sentada en el suelo del hospital, delante de él, de las enfermeras, de los médicos, de los pacientes que observaban extrañados cómo se manchaba las comisuras de chocolate, el pelo se le llenaba de migas y poco a poco parte del hambre, hasta entonces apartada y expectante, comenzaba a saciarse. Los labios de Paul hicieron el resto.

5 Responses so far.

  1. Eduardo says:

    Ibas literalmente GENIAL hasta lo de las tostadas (ambientación skins? xD) y luego... *puff!!*

  2. Laura D M says:

    Me gusta porque haces bonitas las historias tristes. Me gusta mucho.

  3. Jaja, coincido con Eduardo, ¿ambientación Skins? :D
    Pero a mí me ha gustado hasta el final, que quizá ha sido un poco rápido. Destaco el párrafo de la tostada, cuando cae desmayada, lo has narrado de maravilla! :)

    Por cierto, me encanta Skins!! Jeje, ya voy por la segunda temporada... y los adoro a todossss! Lo que hizo Tony durante la 1ª temporada me sentó fatal, pero hice las paces con él en el episodio de Effy. Y lo que pasó después... Jo, es terrible, le cambia toda la vida, y también a los demás...
    En fin, que me encanta, como ya he dicho!! :D

    Gracias! Saludos :)

  4. Laura M. says:

    Cómo me arrepiento de no poder pasar por aquí más a menudo, en serio. Es que adoro cómo escribes y tus personajes son terriblemente caóticos y tiernos. Me encanta, clone, me encanta.
    Un beso enorme :)

  5. Ai, muchisimas gracias.
    Sabes que te llamas como yo? ME acaba de hacer gracia la coincidencia :D
    Te sigo :D

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¡Muchísimas gracias!

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